En medio del rifirrafe político todo el mundo se cree depositario de la verdad, y prevalidos de ese estatus hacen y deshacen, insultan, lanzan improperios, se vuelven arrogantes, atropellan y satanizan el valor supremo de la paz, máxima aspiración de una sociedad, posición obcecada y temeraria que no comparte opiniones y desafía la disparidad de criterio, de ahí la sana disyuntiva: “Tal vez tú tienes la razón, quizás la tenga yo, pero es posible que los dos estemos equivocados”.
Da la sensación que no existe la palabra “respeto”, que hubiera sido borrada de un plumazo del Diccionario de la Real Academia Española, RAE. No hay respeto por los bienes públicos, lo que concentra el poder y masifica en forma exponencial la miseria social, ni por la vida misma, el valor más preciado, pero a la vez el más hollado.
En el fragor de la campaña electoral, sería sano considerar el respeto por las ideas y el disenso, para que haya pluralidad política y fluya el diálogo, que eleva los niveles morales de la confrontación, e introduce el elemento racional e inteligente, alejado del recurso fácil de los adjetivos ofensivos.
El discurso del agravio denota incapacidad y genera violencia, escenario en el que se malogra cualquier propuesta, venga de la Izquierda o de la Derecha, ideología antagónica que siempre ha servido para manipular a las masas, y ahora para embaucar e infundir miedos, de copiar el modelo castrochavista de Venezuela, lo que dista de la verdad y no va más allá de la mera demagogia.
Ambas corrientes tienen gente perversa, pero también los hay inflexibles en lo honesto y en lo justo. Mal haríamos entonces en generalizar, porque todo estaría perdido. Un mensaje viralizado en las redes sociales subraya: “No existe Izquierda ni Derecha; no hay santistas ni uribistas, sólo existen corruptos sentados en el poder”, por lo que se debe mirar a la persona en su estatura intelectual y moral.
Pero además del respeto hay que deponer el odio, y si es preciso emular al nobel de paz y presidente sudafricano, Nelson Mandela, quien tuvo razones suficientes para apelar al odio, víctima de los peores vejámenes del Apartheid, apresado durante 27 años y sentenciado a cadena perpetua, pero obró movido por la razón y se acogió a la lógica superior del perdón: “Si quieres tener paz por un rato, véngate; si quieres tener paz por toda la vida, perdona”. Para tener la paz con el enemigo hay que trabajar con él. Así el enemigo se convierte en socio, remarcaba el líder negro.
De manera coherente el presidente uruguayo José Mujica advierte que la humanidad no ha salido de la prehistoria, recurre permanentemente a la guerra. Se colige que nunca ha habido una buena guerra ni una mala paz, lo que es palmario, en el entendido de que
la guerra crea al corrupto, pero la paz lo estrangula, para denotar la crueldad y estéril negocio de la guerra.
Pero pasando al populismo, nos detenemos en el castrochavismo, un elemento distractor que desvía la atención de nuestros problemas para ocuparnos de Venezuela que tiene su propia crisis, derivada de una Nación que siempre ha vivido del Estado, cuando lo normal es que el Estado viva de la Nación, desbarajuste económico que se cocinó en sucesivos gobiernos hasta que estalló la bomba social con el drama de los inmigrantes que en su mayoría son hijos de colombianos residentes en el vecino país.