En la columna anterior empecé a abordar un tema que me trasnocha: la necesidad de crecer a tasas mucho más altas que las actuales y los cuellos de botella que lo impide. Resalté tres, la informalidad, el excesivo costo fiscal de nuestra economía y los costos laborales
Hoy quiero reseñar otros. Uno, el costo regulatorio. Colombia, más que un país de leyes, es uno de leguleyos. Opera bajo el convencimiento equivocado de que los problemas se resuelven con más leyes. Es, casi siempre, al revés: las nuevas leyes tienden, por un lado, a poner más trabas y limitaciones a la actividad social y económica de los ciudadanos, por el otro, abren la puerta a la intromisión de los funcionarios públicos en el ejercicio de la libertad de los ciudadanos, casi siempre indebida, y, finalmente, prohijan la corrupción. Detrás de cada nueva regla, de cada nuevo trámite, hay una oportunidad para la extorsión del empleado estatal al particular. Un paso adelante se iba a dar con el proyecto de ley de depuración normativa que terminó objetado parcialmente por el Presidente, y que buscaba derogar 10.667 leyes de muy distinto tipo. Ese esfuerzo de purga normativa hay que rescatarlo. La simplificación normativa es fundamental para el crecimiento.
Otro es el de la corrupción. Relacionado con el anterior, porque detrás de cada exigencia al ciudadano hay una oportunidad para un funcionario público para pedirle dinero al particular. No es solo que la percepción en el sector privado es que es muy difícil hacer negocios con el Estado sin que medie una coima, sino que incluso se cobra no solo por otorgar permisos y licencias sino por gestiones a las que están obligados los funcionarios públicos como, por ejemplo, pagar las sentencias ordenadas a favor de los particulares. Más allá de todos los daños sociales y económicos que produce, la corrupción supone un sobrecosto adicional para la actividad económica.
Un cuello de botella que pesa mucho es el de la administración de justicia y la inseguridad jurídica. Con altísimos grados de corrupción, además de sumamente complejo, el sistema judicial es lento hasta la exasperación y genera inseguridad jurídica permanente. Los tribunales cambian constantemente su jurisprudencia o esta es abiertamente contradictoria y no solo aplican la ley sino que la crean, a veces vía interpretación, a veces de manera abierta y expresa. La justicia excesivamente tardía no es justicia, invita a la corrupción para buscar resolución pronta o, peor, a la justicia por propia mano. La inseguridad jurídica es igual de grave: los particulares y, en especial los empresarios, necesitan certeza sobre las reglas de juego sobre las que desarrollarán sus actividades. La ausencia de certeza sobre el régimen jurídico aplicable o, peor, el cambio permanente del mismo, espanta la inversión nacional y extranjera.