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La inseguridad y los miedos. Un problema de todos

Por: Imelda Daza Cotes

 
La persistente violencia y la recurrencia delictiva son hechos que marcan la cotidianidad colombiana y generan todo tipo de temores, constante zozobra y mucha desconfianza. La inseguridad produce una especie de histeria colectiva que los políticos en campaña explotan al máximo. Las ciudades están repletas de miedos, acechadas por fantasmas como la delincuencia, el desempleo, la informalidad y el caos urbano.
La inseguridad, y sobre todo la percepción que tienen los ciudadanos, es un grave problema social que afecta a todos y reclama soluciones adecuadas. La cultura del miedo, aupada por el conflicto interno, parece estar sobrepasando los límites del aguante. En medio de ese drama, está el afán bélico  incontrolable, impulsado por la industria militar mundial, la más dinámica, la que siempre gana. Nos siembran el miedo porque mientras tanto la mitad de los recursos del mundo se destinan a matar prójimo. El círculo es diabólico, el miedo impulsa la guerra y esta genera más miedos
El aumento vertiginoso de los crímenes, las nuevas formas de delincuencia organizada, la inseguridad pública, la impunidad, el escaso control estatal y la falta de programas coherentes para controlar estos males han acentuado los miedos en la población. El tema de la inseguridad es abrumador en los medios de comunicación, en forma de noticias, editoriales, reportajes, denuncias. El drama es aprovechado por las empresas de seguridad privada que ofrecen servicios de protección, incluidos los de aseguramiento cuando los primeros no son suficientes.
Se ha generado un gran mercado privado de la seguridad personal. Casi nadie  espera que el Estado le garantice protección; éste servicio también se privatizó y sólo quienes disponen de recursos acceden a él. Los grupos sociales más vulnerables, los pobres, se sienten más amenazados y menos protegidos. La percepción de la inseguridad está ligada a la desigualdad que, en Colombia, es alarmante

Los temores invaden a la sociedad. Se teme al Estado, a su insaciable burocracia, a los abusos de sus instituciones, a la banca expoliadora, al deterioro ambiental que afecta la salud, a la policía, a los servicios de seguridad. Huyéndole a estos fantasmas se pasa a la desconfianza en las relaciones personales y familiares.
Asustados, nos alejamos de quienes no lucen como nosotros en apariencia personal, cultura, ingresos, color de piel.  Creemos que el primer enemigo es el prójimo, ese hombre o mujer que pasa por ahí y  mira o se  acerca, es peligroso, es una amenaza, puede atacar, secuestrar o robar. Nos entrenamos en el miedo todos los días. La confianza está en crisis. La vejez, la gordura, las arrugas, las canas, el anonimato, pero sobre todo el desempleo, la pobreza y el incierto futuro producen pánico.
Hay miedo de todo: de abrir la puerta a un desconocido, de compartir con el vecino en la terraza, de saludar al que pasa, del tráfico caótico, de las autopistas veloces, de los vigilantes, de participar en una protesta, de actuar en colectivo. Es el miedo al prójimo. Por eso muchos terminan encerrados en viviendas convertidas en cárceles, cargadas de cerrojos, rejas, alarmas y cámaras; algunas parecen trincheras para resguardarse, rodeadas de vigilantes y controles; pero nada es suficiente, los delincuentes son más veloces.
La inseguridad extiende sus consecuencias a todos los ámbitos, es dañina para la vida social, estimula la agresividad e impide la construcción de una sociedad integrada y armónica. Comúnmente la gente reclama más policías, más represión, leyes más severas y más cárceles aunque se sabe que la justicia no funciona, que la policía no previene el delito, que las cárceles no reeducan a los delincuentes y que en Colombia el sistema carcelario está en crisis. La seguridad  no puede lograrse mediante medidas represivas que son, no sólo comprobadamente inútiles e inoperantes, sino contraproducentes porque resquebrajan aún más el tejido social y frenan la participación y el compromiso colectivo en la búsqueda de soluciones efectivas, amén de que generan frustraciones y deterioran aún más la imagen del Estado.
Estamos ante un problema que requiere de análisis juicioso e investigación a cargo de expertos. Ni el sentido común, ni la buena fe de un mandatario son suficientes para resolverlo. Por supuesto, la solución completa para éste como para otros muchos, pasa por la superación del conflicto interno. Por eso la confrontación tiene que terminar y la paz debe ser un propósito común.

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