“Dice la Biblia que Matusalén de nueve siglos se vino a morir; claro, no tuvo mujer ni quien lo hiciera sufrir”. Sin embargo, a través de estas estrofas en sus canciones, Rafael Escalona, quien tuvo muchas mujeres, alcanzó a pasar por encima del promedio de vida existente en la actualidad.
En el fondo, todos pensamos en la inmortalidad, pero a medida que envejecemos nos vamos dando cuenta de las realidades de la vida y, poco a poco, terminamos aceptando nuestro destino, que lo precisa el axioma natural e inexorable de nacer, crecer, reproducirse y morir.
El tiempo presente del modernismo nos llena de ilusiones a través del fantástico avance de la ciencia médica, que ya está indicando la posibilidad de una vida promedio de unos 800 años. Lógicamente, no solo por el avance de la medicina, sino también por el de la educación y la transformación del espíritu a través del manejo de la inteligencia emocional, que no es otra cosa que la combinación exacta, en sus debidas proporciones y prioridades, de emoción, sentimiento y razón.
Con ello, logramos estabilizar el mundo de tal manera que las emociones y sentimientos negativos, como el odio, la ira y la soberbia, entre otros, tenderán a desaparecer bajo el predominio de los verdaderos valores humanos, donde sentimiento y pensamiento se funden en uno solo, dando lugar al alma.
La inmortalidad es cómo la vida vence a la muerte a través de la transformación, tal como ocurre con cualquier sistema de energía. Su permanencia en el tiempo se hace eterna, indicándonos con una facilidad única que la nada no existe en este dominio galáctico y que, simplemente, la vida es un recorrido infinito a través de todas las escalas de las especies naturales. Esto, sin contradecir a Darwin —en el predominio del más fuerte—, pero sí en el manejo de las emociones. Su máxima percepción, hasta ahora conocida, es la del hombre; y su máxima perfección es la naturaleza misma, en donde tenemos los pies asentados.
No hace poco escuchaba alguna conferencia por redes sociales que hablaba sobre el tema de la longevidad, relacionando los milagros que la medicina y sus genios cada día hacen.
Se hablaba de la enzima telomerasa, que ayuda a mejorar la estabilidad celular, promoviendo un envejecimiento saludable. Esto es lo que todos deseamos al llegar a viejos: mantener nuestra estabilidad ocupacional y pasar a la transformación inmediata en las escalas siguientes, sin sufrimiento alguno. Como va la medicina, nos llevará a mantenernos en el mismo lugar de la escala en que estamos, que es lo más perfecto que hasta ahora sentimos y conocemos. Esto nos mantiene amarrados a ella: la vida. Sin embargo, muchos tienen el interés cruento de aniquilarla del planeta (por el precio de un gramo de oro, de un galón de petróleo o por la posición mezquina de la línea de tráfico comercial más apetecida por los intereses financieros de la banca internacional)… como diría García Márquez, “por el arte simple de oprimir un botón”.
Entonces, entendemos la inmortalidad como la existencia indefinida bajo un sistema de vida actuante, finito y transformable, y así sucesivamente. Los grandes científicos de las leyes del planeta hablan de lo finito y en constante crecimiento, que es lo que con alguna claridad conceptual se atreven a llamar universo. El universo es finito; lo que pasa es que no para de crecer. Ahora, en nuestro cerebro no hay espacio para lo que no conocemos, pero es un sistema tan perfecto que, entonces, salta a relucir la imaginación, en donde ya interviene el hombre con la ayuda de Dios a través de la ciencia.
Por ello, la inteligencia artificial nunca podrá superar a la inteligencia humana, por aquello de las emociones.
Hasta ahora, también es un axioma que el organismo humano no tiene la capacidad para evitar el envejecimiento y regenerarse a sí mismo indefinidamente, pero sí la capacidad para prolongar su longevidad a través de los milagros de la medicina.
El hombre no habrá de morir mientras mantenga el pensamiento vivo. Pero lo bueno de la inmortalidad es que hay que servir a la humanidad y luego morir para alcanzarla.
Por: Fausto Cotes N.