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La ingratitud de Macondo

Y se apagó la luz de Gabo con el mismo silencio imperceptible con el que Úrsula Iguarán dijo adiós aquel taciturno jueves santo. Pero más allá de la parafernalia oportunista y la bulla febril de algunos medios, en drástico contraste con la discreción de la muerte, queda preguntarnos si Colombia valoró a García Márquez en vida tanto como parece hacerlo ahora que su pluma nunca regresará. Esto, claro, sin entrar a indagar la pesadilla que vivió a principios de los ochenta, de la que despertó exiliado a la fuerza en México hasta el último de sus atardeceres.

Primero, lo trivial. Desde 1982, cuando puso a Colombia en el mapa de la literatura global y marcó el sendero de toda una generación de escritores que le seguirán; los homenajes a su talento han sido pocos y timoratos. El centro cultural que lleva su nombre en la Candelaria de Bogotá es quizás lo más representativo y de no ser por el Fondo de Cultura de México quizás nunca se habría erigido. En cuestión de estatuas la cosa es peor, pues la única en su honor fue inaugurada solo hasta el año pasado dentro del Palacio de Liévano. Es de tamaño natural y provoca vergüenza comparada con la colosal del Pibe Valderrama en Santa Marta.

Pero miremos a Aracataca, la cuna de su ingenio y la materia prima de donde extrajo toda la fantasía del realismo mágico, desde las mariposas amarillas hasta las cartas perfumadas de los amantes prohibidos. Cualquiera que pase por la Costa en carro podrá constatar el abandono al que se le ha sumido. El progreso le ha pasado por los lados y este municipio sigue congelado en la pobreza del olvido, deambulando con su fama a cuestas. Reconocimiento que le condena más aún, ya que es el principal argumento de algunas voces egoístas que infieren que la modernidad acabaría con su mística. Aracataca está sentenciada a no ser más que una aldea de 20 cabañas de barro y cañabrava.

Finalmente, su legado, el cual está monopolizado en nuestro país por la editorial Norma, dueña de los derechos. Este despotismo literario ha creado una sequía de títulos en las librerías distintas a las grandes cadenas. Lo último que se imprimió hace un par de años fue una colección de bajo costo. Un esfuerzo valioso por democratizar la lectura de Gabo, aunque no apto para coleccionistas de versiones lujosas, que dejó de lado títulos importantes de su cánon como “Miguel Littin clandestino en Chile” o el pentateuco de “Obras periodísticas” que hoy son casi imposibles de conseguir. Paradójicamente, es más fácil encontrar textos sobrevalorados como las “50 sombras de Grey” o “Padre rico, padre pobre”, antes que dar con las letras de nuestro único premio Nobel.

Lloremos al hijo del telegrafista, pero no tanto por su partida como por la ingratitud de Macondo. El colombiano más famoso de los tiempos que han pasado y de algunos que vendrán se fue sintiéndose más querido por otras naciones que por la suya propia, donde para él solo hubo soledad.

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Fuad Gonzalo Chacon: