Desafortunado e inconveniente el proceder del Estado colombiano ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso de la periodista Jineth Bedoya. Lo primero que debe ser advertido es que este organismo tiene como función promover la observancia y la defensa de los derechos humanos en América; a este se acude de manera subsidiaria, es decir, se activa cuando los tribunales nacionales no han ejercido de manera eficaz la defensa y protección de estos derechos.
Como en el caso de Bedoya, que desde hace 21 años ha clamado justicia por las atrocidades de las que fue víctima, encontrando como respuesta un manto de impunidad, a pesar de la obligación que le asiste a Colombia y a los estados miembros, de esclarecer, investigar, juzgar y sancionar a las personas responsables de violación de los derechos humanos en su territorio.
El testimonio de esta valerosa mujer ante la CIDH es desgarrador, la voz de Bedoya se quiebra al relatar una y otra vez su testimonio: “…Me intimidaron, cometieron contra mí abusos y tortura que terminaron en violación masiva. Me amarraron, me golpearon y me abandonaron en una carretera, dejándome casi muerta…”. Cada episodio es doloroso, lastimero, brutal, al punto que se vuelve incomprensible la inoperancia connivente del Estado, ese que debió premiarla por la labor periodística que desempeñó con profesionalismo y valentía al denunciar el aparato criminal que en ese entonces se desarrollaba en la Cárcel Modelo de Bogotá y que desencadenó su posterior secuestro, tortura y violación sexual.
Con apenas 26 años, siendo una joven periodista, el Estado la abandonó a su suerte, condenándola a la desesperante y atroz injusticia de ser su caso uno más sin resolver, quedando rezagado en los expedientes judiciales de este país, donde la falta de diligencia estatal aparece sustentada en evasivas, irregularidades, demoras injustificadas, y amenazas a la víctima y testigos.
Ante esta situación no deja de sorprender la nula intervención de Camilo Gómez, director de la Agencia Nacional de la Defensa Jurídica del Estado, expresando que se retiraba de la audiencia porque los magistrados de la Corte IDH no le brindaban garantías, revictimizando con su proceder a una mujer que ha dedicado gran parte de su existencia a reclamar justicia y verdad, como único paliativo para atenuar su padecimiento.
Un abogado serio debería saber que la litis se ejerce argumentando, debatiendo, no asumiendo actitudes pusilánimes, poniendo en riesgo el nombre y los intereses de la mación.
Lo más conducente habría sido asumir la responsabilidad estatal y pedir perdón a la víctima, así se hubiese denotado decoro y un mínimo de decencia frente a tanta ignominia; pero no, el prestigioso abogado saca a relucir una vez más su ineficiencia, apelando a una descabellada, arrogante e inconveniente estrategia, como esa de solicitar incidente de recusación de cuatro de los seis magistrados que integran la composición de la Corte, porque según su criterio, no le ofrecen garantías a la nación que él representa.
Por fortuna, el alto Tribunal en tiempo récord resolvió la desafortunada petición declarando improcedente la recusación, la nulidad de todo lo actuado y la exclusión de las preguntas formuladas por los jueces, despejando con su decisión un entramado de argucia que permite avizorar una luz al final de este túnel plagado de dolor e injusticia.