UN CURANDERO Y HUELGUISTA
Eran las dos últimas consultas que, en su gabinete de homeópata, curandero o “cucuriaco”, como querían llamarlo, hacía sin lucro Raúl Eduardo Mahecha, el milagroso tolimense de El Guamo, el mismo que atizaba huelgas por toda Colombia. Hasta la media mañana atendía a las familias de los jornaleros que desgajaban racimos de banano haciendo arrumes para cargarlos en las carretas de las recogidas.
En una estrecha habitación de Ciénaga tenía una hamaca, un baúl enchapado con latón y un armario surtido de tarros azules y ambarinos que contenían sus emulsiones, jarabes, pócimas, sulfatos y cloruros. Era muy de su costumbre sonreír siempre para lucir sus dos caninos laminados de oro, en los cuales, según la inocente creencia de la gente, encerraba la sabiduría para escribir discursos en su imprenta de tipos móviles, que distribuía en volantes, y otros poderes extraños, entre ellos el de adivino y curalotodo.
LLEGÓ CORRETEADO POR LA POLICÍA
Había llegado a la zona azotado por la policía del gobierno que no le perdía pista. Poco a poco se supo su historia. Había sido capitán de las tropas gobiernistas en la Guerra de los Mil Días, acantonadas en Panamá, cuando ese departamento se separó de Colombia con el azuze de los gringos para quedarse con el Istmo y abrir el canal que uniera los dos océanos. Entonces le tomó dura inquina a todo lo norteamericano. Por eso se había enrolado en las tropas de Diego Castro y de Daniel Ortiz, quienes querían cobrarse la humillación del robo de los yanquis, recobrando a Panamá por las armas.
Sin la ayuda de nadie, ni la esperada de Bogotá de parte del presidente Marroquín, los voluntarios languidecieron del hambre y de peste en las playas de Acandí y de Tutumate.
Desde ese suceso, Mahecha había renunciado a ser godo, librando su guerra propia contra todo lo que oliera a gringo. Por eso terminó metiendo candela en las hojas impresas de su imprenta contra la Troco (Tropical Oíl Company) la empresa petrolera que extraía crudo en Barrancabermeja, e imprimiendo periódicos sindicalistas como El Baluarte y El Luchador.
Esos bríos de rebeldía y su liderato en la creación de un sindicato petrolero (antecedente de U.S.O en Ecopetrol) hicieron que lo metieran preso a cada rato. Por eso estuvo tras barrotes en el panóptico de Tunja, donde se le aplicaba el castigo de la gota fría. En 1927, con su ambulante imprenta, se vino a Zona Bananera.
EL MÉDICO
Aquí lo tenemos ahora terminando sus dos últimas consultas del día, hechas en la compañera de un desgajador de banano, y en un hombre que apoyaba su edad con un bastón. Buscó en el armario de su botica un frasco con quinopodio para recetar una lavativa a la mujer, y unas tabletas de cloroquina para atajar las fiebres tercianas que por paludismo padecía el anciano.
Hecho esto, Mahecha, escrupuloso en el aseo cuando tocaba fin su labor del dispensario, se lavó las manos con una berretilla de jabón de lejía en una jofaina de alabastro posada en un aguamanil, secándose las manos al aire.
SU ENCUENTRO CON MARÍA CANO
De la faltriquera de su pantalón extrajo un reloj de cadenilla y miró la hora. Puso candado a su habitación y se aprestó a subir a un cabriolé con techo de palma, tirado por dos mulas. Tomó camino a Orihueca, a su encuentro con Maria Cano.
María Cano, una antioqueña de apariencia frágil, correspondía a ese nombre afamado con sus arengas y marchas por la igualdad femenina, el mejorestar de los obreros en todos los escenarios del país. El Gobierno le seguía las pisadas, por eso encubría su presencia en el poblado de Orihueca, alentando allí el reclamo de los cortadores del banano con un pliego de mejoría a la United Fruit Company, consorcio gringo que hacía el negocio de la fruta en Nueva York y en otras latitudes.
Aquí estaba a la vista de Mahecha. Este, se quitó el sombrero canotier, hizo una inclinación de cabeza y con gesto de caballero le besó la mano. Le guardaba veneración porque tenía una tribuna en la revista Cyrano y en el Correo Liberal, y además porque a ella se debía una biblioteca para quienes no poseían libros. También, por cuanto en 1925 había sido proclamaba Flor del Trabajo por sus denuncias de las condiciones malas de los obreros de las fábricas y trilladoras de Medellín, e impulsado El Rebelde, un periódico de crítica social.
CON SU GENTE
Era sabido que recorría ciudades, aldeas, páramos, selvas y llanadas a pie, en mula, carro, tren y aeroplano, para recibir el calor de las multitudes desposeídas que salían a su encuentro. Eso era causa de seguimiento y acoso policial con detenciones a veces, además porque predicaba la oposición a la llamada “Ley Heroica”, que suprimía, al antojo del Gobierno, las garantías y derechos de la gente, y autorizaba el hostigamiento de los movimientos obreros.
Aquí tenemos ahora a Maria Cano, en la Zona, orientando las peticiones de los macheteros, fonderas, braceros, arreadores y demás peonaje de ocupaciones bananeras.
Se pedía el cumplimiento de las tres ocho: ocho horas de trabajo, ocho de enseñanza y ocho de descanso, además los días domingo debería ser con descanso remunerado e indemnizados los accidentes de labor; médicos y medicinas gratis y la eliminación de la contratación por cuadrilla representada por alguien, lo que cortaba todo vínculo de la Compañía con los obreros.
SE VINO LA HUELGA
Los acontecimientos llegaron eslabón por eslabón. Tomas Brashaw, gerente de la United, no quiso recibir las peticiones de los trabajadores, ni siquiera por medio de José Maria Roca Núñez, gobernador del Magdalena. Antes, por lo contrario, cursaba telegramas a Whasintong solicitando la venida de marines que protegieran la vida y los bienes de los gringos en la Zona.
Los ánimos toman calor y el 12 de noviembre, de ese año de 1928, se nos vino la huelga. El gobierno de Abadía Méndez decreta el estado de sitio en la Zona Bananera y designa al general Carlos Cortés Vargas (al parecer hombre de ilustración por ser miembro de la Academia Colombiana de Historia) como jefe Civil y Militar del Magdalena. Los acontecimientos cada día son más dramáticos.
Los huelguistas organizan comités que evitan el desgaje a escondidas en algunas plantaciones. Una patrulla militar es copada y desarmada por más de mil hombres armados de rulas en cercanías de Sevilla.
En la ‘Casa del Pueblo’ de Ciénaga, las arengas de los jefes de la huelga se sucedían unas tras otras. Allí llegaban versiones y comentarios nacidos de la imaginación inocente de la gente: que Rusia y Japón vendrían en auxilio de los huelguistas si hubiere desembarco de marines; que Mahecha, en un lugar que nadie precisaba, había salido ileso de más de mil tiros de la tropa, gracias al secreto que tenía en el oro de sus colmillos; que unos pescadores de atarraya habían visto mar adentro, al pairo, cinco buques gringos que tenían unas letras grandes que decían U.S Army; que el general Cortés Vargas concurrió solo a una cita para dialogar con los huelguistas, pero cayó en la celada de dos negros que se le fueron encima colocándolo en el suelo boca arriba para que la Rula, una puta bolivarense, le orinara la cara; que había conversaciones secretas con el ejército para que se sumara a la huelga, amén de otros rumores nacido del deseo de los huelguistas.
LA MASACRE
Desde el 4 de ese mes de septiembre, comienza la concentración gruesa de hombres, mujeres y niños con esteras, toldos y olletas en la estación del ferrocarril de Ciénaga, para presionar la atención de los pedidos laborales.
Era una muchedumbre hecha, un verdadero hervor humano que esperaba, pues estaba corrida la noticia que el gobernador y el gerente de la compañía se harían presentes para aceptar las exigencias obreras. A la una y media de la madrugada, un toque de corneta calló la algarabía. Un oficial, Garavito de apellido, con una cartulina hecha bocina, dio lectura al decreto que prohibía concentraciones humanas, en un número mayor de tres.
El General Cortés, en persona, mandó la dispersión en un plazo de minutos; las bocacalles del lugar habían sido acordonadas por la tropa con fusiles y ametralladoras. La gente no se movió de su sitio. Se oyó la orden de disparar. La luz desapareció y se hizo una oscuridad pavorosa rasgada sólo por los fogonazos de las armas entre los chillidos de la gente.
La turba enloquecida de pavor se desbandó. Al día siguiente desaparece el temor para dar paso a la ira de las montoneras con su afán de destruir. Se levantan rieles en tramos del ferrocarril, se pican las líneas del telégrafo, se destruyen puentes, los comisariatos de la compañía son asaltados y se saquea la hacienda Normandía. Las recuas de mulas de arrear banano, son sustraídas y llevadas al Alto de las Minas, un camino viejo que conducía al Valle de Upar.
EL HORROR
Se hablaba de cientos de muertos tirados al mar en vagones del ferrocarril; de fosas comunes donde se daba entierro a personas aún con vida; de la muerte de un jefe huelguista, Erasmo Coronel, que su fantasma ahora aparecía haciendo milagros. Algunos cabecillas fueron apresados para aplicarles la ley marcial. Otros, como Mahecha, herido en una pierna por un tiro de fusil, fue sacado en parihuela hasta el poblado de Media Luna, donde la negra Emperatriz Cabeza lo subió a una carreta y lo arropó con un montón de mazorcas, para llevarlo al sitio de La Venada.
Allí, unos soldados que patrullaban los montes, tomaron algunas panochas de ese maíz verde, sin darse cuenta que dentro del montón de ellas estaba el fugitivo que buscaban. En Salamina, Juan Luis Orozco, un viejo coronel liberal de los tiempos de la Guerra de los Mil Días, lo embarcó en una canoa hacia Barranquilla. Allí se hizo quitar el oro de los caninos para evitar su identificación. De él se supo que, en un buque de la Royal Mail, se fue a Colón, en un compartimiento que llevaba jaulas con gallinas. Después de estar errático por varios países, se asiló en la Unión Soviética, por petición del mismo Stalin, según se dijo entonces.
De esta convulsa situación, no faltó el bardo anónimo que improvisaba endechas por las esquinas: “Después de la represión y muchas muertes causadas/ hacia toda dirección comenzó la desbandada/ por senderos y caminos escondidos y harapientos/ por los poblados vecinos perseguidos y hasta hambrientos/ entre montaña y pantano, como manada de pillos/ dicen adiós al banano y al oro de los colmillos”.
LA PROTESTA
La brutalidad de la tropa causó conmoción nacional. En la Asamblea del Magdalena se levantó la voz del diputado conservador Rafael Rovira y la del liberal Antonio Garizábalo, con prendidas protestas por la matazón. En la Cámara de Representantes, en la distante Bogotá, irrumpe el tono de una voz nueva cargada de maestría forense y desesperada elocuencia. Jorge Eliecer Gaitán se vino a la carga con su célebre debate catalogado como de máxima categoría en su género por lo patético de la denuncia, hecha con arremetida suelta y acelerada.
Fue conocida la décima que en la Zona se recitaba en ese tiempo: “Resuelto el negro Gaitán/ denunció aquella matanza/ que la tropa nacional/ esa horda de matones/ al mando de un alacrán/ enlutó la Zona un día/ que desde la fría capital/ con instrucciones envía/ como un engendro del mal/ el presidente Abadía”
Un año después de los sucesos en la Zona, en 1929, unos estudiantes de la Universidad Nacional marchan hacia el centro de Bogotá, un día de junio, en protesta por lo ocurrido en Ciénaga. Cae baleado por la policía el ipialeño y estudiante de Derecho, Gonzalo Bravo Pérez. El país se conmociona, Carlos Diago, ministro de Gobierno se solidariza con la sociedad ardida por este nuevo hecho de sangre, y destituye al general Carlos Cortés Vargas, ya en ese entonces comandante de la Policía Nacional. Un año después, estos episodios de barbarie derrumbaban la hegemonía conservadora que había gobernado por más de cuarenta años.
EN EL POEMARIO POPULAR
Pasado un tiempo del dolido suceso de la Zona, y aún siendo gobernador del Magdalena el dicho general Cortés Vargas, el ingenio de alguien relacionó el lanzamiento de la Cerveza Nevada, en Santa Marta, a la cual asistió tal mandatario como invitado del acto. Cuando este degustó esa bebida, sintió retortijones en el estómago, por lo cual mandó que se detuviera la producción y se inspeccionara el proceso. Cumplido esto, probó otra vez, y como no sintiera molestias, autorizó su venta. Este nimio suceso dio ocasión a que se relacionara con la versión de los barcos de guerra de los gringos que supuestamente habían estado mar adentro, frente a Santa Marta, durante la huelga, y que sólo eran visibles desde los altos cerros de la Sierra Nevada. El Estado publicó, la siguiente décima: “Cuando Cortés Vargas vio/ a la americana flota/ desde una cumbre remota/ a la cual nunca trepó/ dijo alguno que esto oyó/ no tiene nada de raro/ pues con la cabeza alzada/ yo vi siempre al General/ colocado muy formal/ al pico de la Nevada.
POR RODOLFO ORTEGA MONTERO/ESPECIAL PARA EL PILÓN