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La homilia del señor obispo

Por: Rodrigo López Barros.

Me refiero a la que Monseñor Oscar José Vélez Isaza, que bienvenida y oportunamente pronunció en la Plaza Mayor la tarde del Lunes Santo, día consagrado a la fiesta litúrgica del Patrono de la ciudad.
Quiero traer a esta columna aquello que considero la sustancia de la magnífica locución, recordatoria de la doctrina moral de la iglesia (la distinción entre el bien y el mal, por consiguiente rebasa cualquier creencia o ideología) y que de manera clarividente muestra que si los hombres fallamos en cuestiones morales, de contera comprometemos negativamente el orden civil, la convivencia ciudadana, y terminamos siendo mendaces, injustos e insolidarios.
Sin embargo, de vez en cuando uno lee y oye de algunas personas que el ordenamiento jurídico del Estado nada tiene que ver con las reglas morales, porque – dicen – se trata de planos distintos del comportamiento humano. Nada se aleja más de la verdad que dicha afirmación peregrina.
Realmente, la moral y el derecho no son estructuras sociales separadas más que en apariencia, de forma relativa, ya que el establecimiento civil no sólo histórica sino también intrínsecamente ha sido causahabiente de la moral del hombre; el derecho natural ha sido la sabia y la fuerza inteligible del derecho del Estado y cuando no se ha actuado de esa forma, por cuenta de los libres pensadores, el derecho positivo se ha ofuscado y perdido su dirección correcta, como ha estado ocurriendo en no pocos casos y en materias tan graves que comprometen y aplastan la verdad, la justicia y la solidaridad humanas, so pretexto de acatar los derechos humanos fundamentales, cuando lo que ocurre, precisamente, es todo lo contrario, como pasa, por ejemplo, con el desconocido derecho a nacer, en los tres eventos permitidos por la Corte Constitucional mayoritaria.
Ergo, Estado que se haga el de la vista gorda con el orden moral es Estado donde las relaciones institucionales involucradas, las de los ciudadanos con ellas y las de éstos entre sí crujen bajo el peso del envilecimiento de las buenas costumbres tradicionales.
Por tanto,  si a alguien perjudica enormemente el resquebrajamiento de la moral es justamente al Estado de Derecho y a la sociedad civil que alberga, si aquélla salvaguarda es irrespetada y desacatada. Y viceversa, nada le es más benéfico a esos entes que compartirla y apoyarla.
El estado de cosas del mundo así lo pone de manifiesto. Y es muy necesario recalcar éste particular, pues nada verdaderamente provechoso hacemos, de sobrevivir aquella falencia, con la exposición de grandes plataformas políticas y aún la realización de espectaculares infraestructuras materiales que viabilicen el desarrollo económico (repásense con la mente todas las que se han construido en el mundo e imagínense todas las maravillas que se podrán construir con el auxilio de las modernas tecnologías), si no educamos a los seres humanos conforme a aquellos principios básicos, que todo mundo dice conocer pero a los que se resisten todas las concupiscencias humanas.
De allí que, con toda razón, un Santo de la Iglesia contemporáneo, José María Escrivá de Balaguer, solía decir que “las crisis mundiales son crisis de santos”.
Es en este marco conclusivo dónde radica el valor, la fortaleza y el mensaje de la doctrina expuesta y enseñada, una vez más, en la homilía del señor Obispo, la que ojalá no caiga en saco roto. Y no hay que temer a la acepción peyorativa rampante sobre el valor universal de la moral del hombre, categoría que de todo lo creado sólo a él le es común.

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