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La guerra del fin del boom (Primera parte)

Hace nueve décadas Leticia no pasaba de ser un lejano claro de jungla donde confluían los intereses de tres países: Brasil, Perú y Colombia. El río Amazonas, ancho como un mar, constituía prácticamente el único acceso al puerto que, caliente e inhóspito, vivía de las mercancías primitivas de la selva: caucho, quina, madera, animales, pieles, pesca… Aunque su nombre significa alegría, Leticia era caserío de indios tristes y caucheros explotadores. Había pertenecido al Perú —bueno: más o menos— desde su fundación en 1867 hasta un tratado internacional que en 1922 reconoció la soberanía colombiana sobre la localidad.

Pero los soldados peruanos no creían en tratados, y diez años más tarde, apoyados por medio centenar de ciudadanos, se apoderaron de la villa, amarraron a los dieciocho policías de frontera y los deportaron a Brasil.

Así comenzó la famosa guerra contra el Perú.

(Parecería que ocurrió hace mucho tiempo, pero todavía viven miles de colombianos nacidos antes del enfrentamiento armado. Para no ir muy lejos, proceden de aquel año 32 el escritor Plinio Mendoza y tres de nuestros más vigorosos y creativos artistas plásticos: Fernando Botero, Olga de Amaral y Beatriz González. Mientras los cañones retumbaban en el Amazonas, corrían por los prados y acudían a las primeras aulas escolares la poeta Maruja Vieira, el historiador Vicente Pérez Silva, el cinematografista Francisco Norden, la dibujante Consuelo Lago y el músico Rafael Campo Miranda. Todos ellos, y muchos más que se me escapan, siguen vivos y activos… y que así sea durante muchos calendarios más). 

No son tan antiguos, pues, los sucesos bélicos que hace noventa y un años trastornaron la lejana selva el 1º. de septiembre de 1932. Esa mañana se presentaron en Leticia diez mil combatientes peruanos enviados por el vecino dictador militar, Luis Miguel Sánchez Cerro, con la misión de expulsar a los legítimos pobladores. La guerra duró algo más de ocho meses, al término de los cuales los dos gobiernos llegaron a un acuerdo y las armas descansaron. Como suele ocurrir, Colombia fue vencedor moral y jurídico, pero su territorio se achicó de manera escandalosa. En 1920 el mapa del sur mostraba una tupida barba verde tipo hípster bajo la nariz oriental del Guainía. Tras el supuesto triunfo, aquella masa esmeralda se redujo al cómico bigotico llamado “trapecio amazónico”: una tímida pezuña que se moja en el colosal torrente.

Algo ganamos en amor patrio… si eso es ganar. Nuestros soldados mostraron su valor, los primitivos pilotos civiles se unieron a los pocos aviadores militares contra el enemigo, los ciudadanos donaron sus joyas para sostener la guerra y los juristas de Bogotá aplastaron a los de Lima citando máximas latinas y cláusulas de códigos, mientras los escolares colombianos cantaban himnos a su bandera y denuestos contra los pérfidos incas.

Uno de esos niños tenía a la sazón cinco años y se llamaba Gabriel José García Márquez. Muchos lustros después, frente a una novela de su colega Mario Vargas Llosa, una epifanía literaria inundó a Gabo. Se trataba de una idea que plasmó en carta a MVLl el 20 de marzo de 1967. (Continuará en la edición de este sábado 9 de septiembre)

Por Daniel Samper Pizano.

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