Por: Raúl Bermúdez Márquez
Basta con leer algunos discursos de Jorge Eliécer Gaitán para entender su grandeza histórica. El 18 de octubre de 1946 en Caracas, durante la conmemoración del primer aniversario de la caída de la dictadura militar venezolana, en una intervención improvisada pronunció frases donde mostró con claridad meridiana al hombre digno y de principios, como esta: “El hombre vale por su tenacidad. El hombre vale por la rotundidad que ponga en el amor a sus ideas. Nada puede detener al pueblo ni hacerlo vacilar y si un solo varón quedará en Venezuela de todos los que aspiran a ser libres; que ese hombre solo se sienta obligado a la batalla, porque yo diría que ¡vale más una bandera solitaria sobre una cumbre limpia que cien banderas extendidas sobre el lodo!”.
En ese mismo acto reafirmó su voluntad integradora de la nación latinoamericana y de su lucha por la igualdad, puntualizando: “Estos pueblos hermanos conservan sus peculiares notas, sus realidades diversas, pero cada día se acercan más los unos a los otros. Y esas distintas realidades pueden condensarse en una sola afirmación que hace temblar el criterio feudal de las castas minoritarias que todavía en América imperan; pueden sintetizarse en el deseo que todos anhelamos y que todos impondremos: ¡queremos que los amos sean menos amos para que los siervos sean menos siervos; queremos que los poderosos sean menos poderosos para que los humildes sean menos humildes y queremos que los ricos sientan que deben ser menos ricos ¡para que los pobres reciban mejor remuneración por su trabajo!”.
En la inolvidable Oración del Silencio pronunciada en Bogotá el 7 de febrero de 1948 no dejó dudas de su vocación pacifista: “Amamos hondamente a esta nación y no queremos que nuestra barca victoriosa tenga que navegar sobre ríos de sangre hacia el puerto de su destino inexorable” y al final remató: “…bienaventurados los que entienden que las palabras de concordia y de paz no deben servir para ocultar sentimientos de rencor y exterminio. ¡Malaventurados los que en el gobierno ocultan tras la bondad de las palabras la impiedad para los hombres de su pueblo, porque ellos serán señalados con el dedo de la ignominia en las páginas de la historia!”.
En otra pieza oratoria pronunciada en el cementerio de Manizales, en homenaje póstumo ante la tumba de los muertos liberales asesinados durante la violencia política en el año 1948, y en palabras premonitorias Gaitán no dejó dudas de su intención de entregar hasta la propia vida por la causa de los humildes: “…os habéis reincorporado al seno de la tierra. Ahora, con la desintegración de vuestras células, vais a alimentar nuevas formas de vida. Vais a sumaros al cosmos infinito que desde la entraña oscura e insomne, alimenta al árbol y a la planta que sirven de alegría a nuestros ojos y de pan a nuestro diario vivir. Pero algo más vais a darnos a través de vuestro recuerdo, ya que la muerte en lo individual no es sino un parpadear de la vida hacia formas más elevadas de lo colectivo y de su ideal”.
Pero Gaitán cometió un error de cálculo y se confió, porque creyó que “Ninguna mano del pueblo se levantará contra mí y la oligarquía no me mata porque sabe que si lo hace el país se vuelca y las aguas demorarán cincuenta años en regresar a su nivel normal”, así lo dijo alguna vez. Sin embargo, en esa apreciación se equivocó porque la oligarquía, utilizando aparentemente a una oveja descarriada del mismo pueblo, de nombre Juan Roa Sierra, lo asesinó de tres disparos el 9 de abril de 1948 en la esquina de la carrera 7 con la Avenida Jiménez de Bogotá cuando salía de su oficina a eso de la una de la tarde. En lo que sí acertó plenamente el mártir es que después del magnicidio, Colombia se jodió; porque las aguas del río, transcurridos 62 años de turbulencia, aún no han retornado a su cauce normal.
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