A Liliana Orozco la recuerdo desde que era una niña, igual que a su hermano Eudes, en la adolescencia la amistad es intuitiva espontánea, simple y sencillamente esencial. Liliana y su hermano, el hoy concejal de Valledupar, Eudes Orozco, estaban desprovistos de prejuicios sociales, ella nació con un don de gente brillante y me atendió en el almacén de su señora madre con sencillez, la amistad nació porque: “¡Mami hay un pelaito comprándome unos zapatos Grullas y pide rebaja para comprarse una paleta. ¡Ay mami rebájaselos!”. Más tarde el gusto del poeta Beltrán Orozco por las parrandas con mi papá, aumentó mi afinidad con los Orozco.
Beltrán cantaba unos versos que a mí me parecían mágicos, el poeta se deleitaba tejiendo imágenes hiperbólicas con deliciosos andamiajes de metáforas y símil forrados con el follaje verde de los cafetales de Manaure, quizás su traza melódica estaba hechizada por alguna flor de granadilla en la hondonada de su rio cancionero, su voz ronca expandía versos en aire de paseos románticos, untados de jazmín y azucena mañanera aun mojadas por el roció de la madrugada.
Pero recién besadas por el sol. Y yo por ahí haciendo que jugaba; mas mis oídos ya eran tierra abonada para la semilla del verbo exquisito. Seguí comprando donde Liliana, en los años ochenta me volví amigo de Mary Daza Orozco, una de las cinco escritoras más importante de Sur América.
Los almanaques y las personas volamos cual bandadas de pájaros del árbol de la vida por rumbos distintos, después de toda una vida Liliana apareció y me contrató, alternando con Gustavo Gutiérrez y Rita Fernández, para que le cantara a todos los magistrados del país, ya era una destacada abogada magistrada del Cesar, fui feliz a cumplir el compromiso, ella cantó conmigo algunas de mis canciones. Un día su inseparable hermanito del alma Eudes, me visitó y me dijo: Que a Liliana le quedaba un mes de vida y pidió que el poeta le cantara de serenata ‘Fantasía’.
Incrédulo fui como a las 10 de la mañana. Liliana apareció en el balcón de su casa con el sol en su sonrisa, le canté a mi paisana como nunca, ella bailaba tocando las palmas. Eudes, frenando el llanto, me dijo: “Quiere que cuando su féretro este en la Iglesia cantes ‘Villanuevera’. No pude asimilar nada, ella aumentó mi incredulidad y nunca nadie jamás podrá pagar una serenata como aquella sonrisa. Irremediablemente la flor de azucena cayó al rio de la eternidad. Antes de ir a la iglesia pedí al alma de Liliana que cuando estuviese cantando me quitara los nervios, llegué acongojado, silencioso y no sabía cómo cantar. Pero, recordé una película de Pedro infante, donde el canta en un convento de monjas y empecé a cantar similar, la gente comenzó a llorar y eso me puso peor; de pronto, ya no sentí más el piso bajo mis pies y una paz llegó a mí, quise sonreír y solo pensé: ¡Gracias mi buena amiga! Más allá de la muerte aun perfumaba la flor de la amistad.