Por: Amylkar D. Acosta M1
Si hay una crisis fiscal como la que amenaza la estabilidad económica de la Eurozona o ante la inminencia de un default en los EEUU, ello es noticia de primera plana y los gobiernos hacen malabares para sortear la crisis para que la tranquilidad vuelva a las bolsas. Pero, en cambio, la noticia de la hambruna que está asolando al Cuerno africano, la mayor crisis humanitaria del siglo XXI que afecta directamente a más de 11 millones de personas, es noticia de segundo plano y es opacada por aquella otra. Entre la explosión demográfica, la sequía, los inalcanzables precios de los alimentos y los conflictos armados, se han encargado de poner en riesgo de perecer por inanición a 780.000 niños si no les llega una ayuda urgente. El exclusivo Club de los países ricos (el G-20) se reúne de urgencia pero sólo se ocupa de la crisis económica, la crisis humanitaria no tiene espacio en su apretada agenda.
Cabe preguntarse cuánto le costó a los EEUU la crisis hipotecaria y cuánto le costará al mundo alcanzar una sola de las metas del Milenio, reducir en un 50% para el 2015 el hambre en el mundo. El contraste no puede ser más hiriente, según el Nobel de Economía Joseph Stiglitz, mientras los países más ricos del mundo gastan US $50.000 millones de dólares en la ayuda al desarrollo como lenitivo, hasta mediados de 2006 los EEUU se había gastado en su aventura bélica en Irak la friolera de US $500.000 millones, diez veces más (¡!).
Es más, según cifras de la FAO, en el 2006 se gastaron en el mundo US $1.2 billones en armas, 40 veces lo que costaría dar comida a los 1.000 millones de seres humanos que aguantan hambre todos los días durante un año entero (¡!). Estas cifras delatan el orden de prioridades que se ha venido imponiendo con la globalización. Ya va siendo hora de actuar racionalmente, dándole prelación a esta tragedia humanitaria. El hambre, como las lacras de la pobreza y el desempleo crónico, son problemas estructurales y por lo tanto hay que abocarlos como tales sin más dilaciones.
Desde mediados del Siglo XX el mundo ha experimentado una verdadera explosión demográfica; en el lapso comprendido entre 1950 y 2010 la población creció más del doble. Cada año nacen en el mundo entre 83 y 113 millones de personas, según distintas fuentes, a un rítmo cercano a cuatro por segundo. Esto es una barbaridad. Según el Informe World Population Prospects 2010 Revision dado a conocer recientemente por Hania Zlotnik, Directora de la División de Población del Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de la ONU, ya somos 7.000 millones, 1.000 millones más con respecto al año 1999 (¡!). Este crecimiento de la población se explica en gran medida por la estabilización de la tasa de fecundidad y la reducción de la tasa de morbi-mortalidad; la esperanza de vida al nacer viene en aumento, estimando que pasará de los 68 años a 81 años en promedio para el último quinquenio del Siglo XXI.
Claro que este crecimiento es muy desigual entre regiones, pues mientras en los países pobres crece la población por encima del promedio, que se sitúa en el 1.2%, en los países desarrollados decrece vertiginosamente. Además del crecimiento poblacional propiamente dicho se ha venido dando concomitantemente un creciente proceso de urbanización de la población, acompasada con un aumento sin precedentes de la clase media, la cual cuenta con un mayor poder adquisitivo. Se estima que para el 2020 se habrá más que duplicado la clase media, pasando de representar el 25% al 49%; estamos hablando de cerca de 1.000 millones de hogares. En los países en desarrollo particularmente la población de la clase media para este mismo año alcanzará los 600 mil hogares.
De allí que, según las proyecciones de la OCDE, la producción mundial de alimentos debe crecer por lo menos el 20% para satisfacer la demanda para el año 2020. Ello debe ser un propósito de la Comunidad internacional, como su primera prioridad, a riesgo de exacerbar la creciente indignación global.
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