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La eterna Patria Boba

Hace 200 años, nuestros próceres soñaron con una patria libre y terminaron creando la Patria Boba: los libertadores se mataban mientras los españoles reconquistaban el territorio.

Una mañana de diciembre, el calor del Cesar secaba las últimas gotas de lluvia sobre las hojas de los algarrobos. Mientras observaba ese espectáculo cotidiano, me asaltó una reflexión: las ideas, esas criaturas etéreas que algunos atribuyen a los dioses y otros al azar, parecen condenadas a corromperse en las manos humanas. No era una epifanía nueva, pero sí cobró una dimensión distinta cuando la conecté con nuestra historia.

Dicen los entendidos que las ideas nacen puras, como el agua que brota de un páramo, cristalina e intacta, antes de que el viaje al mar la contamine. El apóstol Pablo lo expresó con una lógica similar en una carta a los filipenses: “Dios es quien produce en ustedes tanto el querer como el hacer”. Pero entre el querer divino y el hacer humano se extiende un abismo tan vasto como el cañón del Chicamocha.

Consideremos la dinamita, inventada por Alfred Nobel con la noble intención de abrir caminos entre las montañas y fomentar el progreso. Pronto se convirtió en una herramienta letal en las guerras. La energía nuclear, soñada para iluminar ciudades, oscureció Hiroshima y Nagasaki para siempre. Y ahora la inteligencia artificial, diseñada para resolver los problemas de la humanidad, amenaza con crear problemas nuevos que ni siquiera podemos imaginar.

En Colombia tenemos nuestra propia versión de esta perversión de las ideas: la danza macabra de las buenas intenciones que devienen en tragedia. Hace doscientos años, nuestros próceres soñaron con una patria libre y terminaron creando la Patria Boba, donde los libertadores se mataban entre ellos mientras los españoles reconquistaban el territorio. Dos siglos después, seguimos el mismo patrón: las regalías del carbón, pensadas para traer progreso, trajeron corrupción; la reforma agraria, que prometía tierra para todos, concentró más tierras en pocas manos.

Nietzsche llamó a esto “voluntad de poder”, ese impulso humano que convierte el oro en plomo, la libertad en opresión, la justicia en venganza. Eduardo Galeano, con su característica ironía, sentenció: “En el mundo actual, los vencedores son jueces y las víctimas son culpables”. 

Pero ni Nietzsche ni Galeano vivieron para ver cómo en el Caribe colombiano incluso las más nobles intenciones terminan patas arriba: programas de alimentación escolar que no alimentan, hospitales que no curan, escuelas que no enseñan, y carreteras que no llegan a ninguna parte.

Aristóteles creía que el fin último de la vida era la felicidad. Pero, ¿qué tipo de felicidad puede nacer de las ruinas de las buenas ideas? En las calles de Valledupar, donde el vallenato ya no canta las historias que solía contar, donde los acordeones suenan más a negocio que a tradición, la respuesta parece evidente: necesitamos rescatar el propósito original de las ideas antes de que se pierdan en el laberinto de las ambiciones humanas.

Mientras tanto, en este rincón del Caribe donde García Márquez encontró su Macondo, seguimos atrapados en nuestro propio realismo mágico: un país donde las mejores intenciones producen los peores resultados, donde cada reforma promete el paraíso y entrega el purgatorio, donde las ideas no mueren de viejas, sino de pervertidas. Y así seguiremos, girando en este bucle eterno, hasta que aprendamos que el problema no está en las ideas, sino en lo que hacemos con ellas. Por ahora, seguimos condenados a vivir en nuestra eterna “Patria Boba”.

Por: Hernan José Restrepo Muñoz.

Categories: Opinión
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