X

La eterna condena

La calle está inundada, pero no ha llovido desde hace una semana. Mientras intento atravesar el arroyo sin ahogarme, me doy cuenta que el agua proviene de una alcantarilla rebosada. Salgo ileso de la prueba, sacudo mis pies y empujo una gran puerta de vidrio. Al verme llegar, el guardia de seguridad me saluda con una sonrisa que será el único gesto amigable que recibiré el tiempo que pase en este lugar frío, iluminado y atiborrado de personas, necesidades y sufrimiento, pero sobre todo de sufrimiento.

Cada vez que vengo experimento la kenosis en carne propia. Me siento como pidiendo limosna y no ejerciendo un derecho ligado a mi propia humanidad y que, según la Constitución, es fundamental y básico, quizá el más importante, pues sin salud no hay vida, y sin vida, ¿qué hay?

En un lapsus, no sé si estoy en un banco o en una institución que presta servicios médicos, solo que aquí me tratan como usuario y allá como cliente; al final, este trato no es más que una combinación de estrategias comerciales y despersonalización.

Pido un ficho y me siento a esperar que el numerito de la suerte salga en la pantalla mágica donde, con un tinte de romantiscismo, aparecen los servicios que presta la entidad: gente sonriendo, rozagante, sana, feliz. En la vida real, la triste realidad es otra.

Sentada justo a mi lado está una anciana con un bastón en una mano, y una carpeta gorda, llena de papeles en su regazo. Pienso en mi abuela. Más allá esta una mujer embarazada acompañada de su esposo, que empieza a malhumorarse mientras ella intenta calmarlo. Y en el otro extremo, un padre, soltero o viudo, con un niño de unos cinco años que no se queda quieto en ningún momento.

En los cubículos, seudo-funcionarios con semblante de antipatía, absortos en sus telefonos celulares, cumpliendo las órdenes de un Superior invisible, abstracto, al mejor estilo del “Gran Hermano” que lo ve todo y lo condiciona todo, y que de paso nos reduce a todos a la mínima expresión, desdibujando nuestra dignidad en un intento de anularnos, y, ¡lo logra! porque tiene el sartén por el mango, porque necesitamos de su mal servicio, porque no tenemos otra escapatoria ni otra solución.

Al llegar mi turno, quien me atiende no me mira a los ojos. Recibe la documentación, teclea su computador ingresando los datos al sistema y me ordena entrar por una puerta que, paradójicamente, tiene un letrero de “prohibido el paso”, en letras color rojo.

Me siento como en un video juego, donde tengo que alcanzar el siguiente nivel, pero no sé cuál es la combinación de los botones. En la oficina están dos mujeres imbuidas en una conversación amena con otra. Apenas pongo un pie en el umbral de la puerta, con una señal se me ordena esperar fuera. Pido disculpas y salgo como el perro arrepentido, con el rabo entre las piernas, las orejas gachas y el hocico partido.

Me siento a esperar, de nuevo. Gracias al cielo llevo un libro, mi eterno compañero en las salas de espera, los terminales de transporte y las convalescencias. Cuando por fin su majestad puede atenderme, revisa mis papeles y me dice, tajantemente, “Su solicitud está en trámite. Regrese en ocho días”.

Desde entonces, la escena se repite una y otra vez, como un círculo vicioso. Me he convertido en un Sísifo del siglo XXI, forzado a arrastrar sobre mis hombros la condena de pertenecer a ese número considerable de personas que, mal o mal, estamos a expensas de las Empresas Prestadoras de Salud colombianas.
Por Carlos Luis Liñán Pitre

 

 

Categories: Columnista
Periodista: