“Pero Moisés huyó de la presencia del faraón y habitó en la tierra de Madián”. Éxodo 2,15.
Cuando Moisés huyó al desierto, escapando de la ira del faraón por la muerte de un egipcio, su camino parecía el de alguien apartado y sin rumbo. Sin embargo, en esa soledad, Dios tenía un propósito profundo. Aun cuando Moisés había sido instruido en las cortes del faraón, algo de las enseñanzas espirituales de su niñez resonaba en su interior. Esta sensibilidad lo empujó a actuar, aunque aún no había aprendido algo esencial: los planes divinos requieren un corazón y métodos diferentes a los del hombre. Los planes de Dios no se pueden implementar con métodos humanos.
Para que Moisés pudiera aprender esta valiosa lección, era necesario que fuera a la “escuela del desierto”. Allí, pues, en el desierto, pasó largos años. El fuego y el celo que le había llevado a actuar impulsivamente, lentamente se fueron disipando hasta dejar una vida tranquila y sedentaria, apaciguada y sencilla. Luego, cuando hubo desaparecido toda suficiencia y confianza propia, todo anhelo y sueño personal, Dios volvió a visitarlo con la misión de liberar a su pueblo de la esclavitud en Egipto.
El desierto se convirtió en la escuela donde Moisés aprendería a depender de Dios. En lugar de actuar por su propio celo, Dios lo fue moldeando pacientemente en medio de las arenas y la vida simple de un pastor. ¿No es esto fascinante? Cuando Moisés quiso actuar, no era el momento; Cuando él se sintió inútil, Dios le pareció listo.
Querido amigo, este proceso nos muestra una verdad esencial: Dios busca personas moldeables, dispuestas a dejar que él forme en ellas una nueva identidad. La vida de Moisés se desarrolló en etapas reveladoras: primero, creyó ser alguien importante en Egipto; luego, descubrió su insignificancia en el desierto; Finalmente, Dios le mostró lo que podía hacer con alguien humilde y entregado. Este ciclo no es solo historia; es un reflejo de cómo Dios también quiere obrar en nosotros. Piensa en lo extraño de los caminos del Señor: cuando Moisés quería servirle, no le servía. Y cuando el profeta ya no quería servirle, Dios lo llamó. Dios no necesita nuestra visión de éxito, ni nuestras habilidades, sino una vida entregada, abierta a su guía. En la escuela del desierto, aprendemos a confiar en su tiempo perfecto.
La enseñanza que subyace es clara: Dios no necesita de nuestros planes, ni de nuestras habilidades, ni esfuerzos. Ni siquiera de nuestra pasión y apresto. Lo único realmente necesario es que nos pongamos en sus manos y permitamos que él dirija nuestras vidas, dejándolo que señale el camino y transforme las actitudes y comportamientos no deseables en oportunidades de mejoramiento.
Hoy, te animo a que valores este tiempo en tu vida, incluso si parece un desierto. Dios está contigo, preparándote para cosas grandes. Sin presiones; en su tiempo, cada etapa te llevará más cerca de su propósito eterno. Recordemos que, cuando la persona abre en su corazón un espacio para Dios, se convierte en una herramienta poderosa para avanzar. ¡No te apresures, disfruta el desierto de hoy! ¡Abrazos y bendiciones!
POR: VALERIO MEJÍA.