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La disciplina, no santa, de la Policía de Tránsito 

Esta es de las denuncias públicas que los periodistas no deberíamos tener necesidad de registrar, con destino a las autoridades correspondientes, con la laudable finalidad de que los hechos se corrijan oportunamente.

Hoy día la Policía de Tránsito de Valledupar son legiones extendidas por todo el casco urbano de la ciudad, sobre todo. Sería elogiable su comportamiento si fuera amigable y educador de la ciudadanía para que los vehículos fueran bien aparcados y se reconsiderara la excesiva velocidad de la mayoría, y  la peligrosidad de los motociclistas, por su excesiva velocidad y por su burlón irrespeto a las reglas de tránsito,  fueran  controlados. 

Pero lejos de esas bondades, lo que se observa en sus agentes es agresividad mal sana hacia los conductores y la afición igualmente innecesaria en la mayoría de los casos para realizar fotografías de comparendos sancionatorios, a tutiplén, con razón o sin ella. Es increíble el acoso a los conductores de vehículos,  en muchas ocasiones aparcados por un momento, para esperar el ingreso de un pasajero o la salida del mismo. 

Todo el comercio y el turismo —se sabe que esta es una ciudad visitada diariamente por transeúntes de todas las poblaciones de nuestra región—, de todas las especies,  se está viendo afectado gravemente por esa desaforada inquisición secular.

Son muchísimos los conductores víctimas económicas, por sanciones pecuniarias que se aproximan al millón de pesos y que lo han sufrido repetidamente, y el comercio, mayoritario y menudo que injustamente  está sufriendo un grande deterioro económico en sus ventas.

¿Habrá algún beneficio personal indebido por delictuoso, reprochable y condenable al respecto por parte de agentes que procedan aviesamente en su propio interés?

Al canto, me comenta con jocosidad un conductor víctima a propósito:  en primer lugar, que ese oficio es lucrativo, y conoce a muchos otros conductores damnificados,  y que uno de ellos le había narrado lo siguiente: que frente a uno de esos agentes que acababa de imponerle un parte  sancionatorio, y muy  preocupado por el valor del mismo, entró en conversación por las buenas con él, pero no hallaba como hacerle saber que le ofrecía un  “halago”; el aludido agente terminó por decirle que dispusiera de algo para el tinto, ante lo cual el sancionado lo invitó a tomar uno en una cafetería próxima, pero era otro el deseo de su repentino invitado. Amalaya fuéramos éticos, y seríamos felices.

Por: Rodrigo López Barros.

Categories: Columnista
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