Fueron años de gloria. Brasil se daba el lujo de desplegar aires de potencia con sus aspiraciones a ocupar un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU, de desafiar la hegemonía de Estados Unidos en América Latina al forjar a Unasur, y hasta de avalar el plan de Irán para enriquecer uranio en el exterior. No era para menos. En noviembre del 2009, The Economist vaticinaba que en algún momento de la década, después de 2014, Brasil con probabilidad se convertiría en la quinta economía más grande del mundo, superando a Gran Bretaña y Francia.
Sin embargo, era difícil de asimilar que un país con corrupción rampante, violencia social, debilidad institucional y donde proliferan pequeños partidos parásitos, o subpartidos como en Colombia, escribiera semejante épica. Pero ahí estaban los resultados. El gobierno del Partido de los Trabajadores había logrado sacar a 30 millones de brasileños de la pobreza y Lula había sido el primero en hacer que esa gran masa de descamisados, otrora anónima, siempre en la sombra, levantara la cabeza. Aunque donde casi todo el mundo veía una gestión económica responsable, efectivas reformas estructurales y de programas de lucha contra la pobreza, había poco más que una narrativa de gasto público desbordado, el efecto del boom de las materias primas que le aseguró recursos fiscales sin precedentes para financiar políticas asistencialistas a manos llenas.
Pero el momento de gloria llegó a su final. Con un impeachment contra la presidenta, Dilma Rousseff, que muy seguramente conducirá a su destitución después de ser aprobado el pasado domingo por la Cámara de Diputados, y que no es más que la catarsis colectiva de Brasil y del desencanto progresista que se regó como pólvora por todo el continente. Porque aunque fue uno de sus abanderados, la ensoñación no fue meramente brasileña. Recorrió como un fantasma desde Venezuela, donde la aplicación extrema de la receta condujo a una catástrofe humanitaria, pasando por Ecuador, que ya vivía grandes dificultades antes de la tragedia reciente, hasta Argentina o Bolivia.
También produjo ídolos con pies de barro como Lula, Chávez o el mismo Evo Morales, a quien se acusa de tráfico de influencias por supuestamente favorecer a su expareja con multimillonarios contratos. Pero si bien fueron los gobiernos de izquierda o progresistas los que más acudieron al expediente de hinchar el gasto público para generar ilusionismo, aumentar la discrecionalidad del Ejecutivo y financiar máquinas clientelistas, también lo hicieron los de derecha, como el caso de Uribe en Colombia. Porque muy distinta fuera la historia de quien presentaban como un segundo Libertador, con el objetivo de quedarse más tiempo en el poder, si no hubiera sido por esa misma bonanza de las materias primas. Por ello, si los años 80 del siglo pasado fueron la década perdida para América Latina, la posterior a 2002-2003 fue la década del ilusionismo.
Brasil en últimas no tiene tanto problema porque puede seguir siendo “el país del futuro y siempre lo será”, como decía Stefan Zweig en alusión a la eterna incumplida expectativa de éxito de ese gran país. Mas, para el resto de la región, la pregunta ahora es hasta dónde llegará el retroceso si el panorama económico se agrava más. ¿Conducirá la mediocridad de la oferta política y de los partidos a una nueva crisis de representación en América Latina, como señala el politólogo francés Alain Rouquié? ¿Se extenderá la crisis brasileña como un efecto dominó de ingobernabilidad? O ¿cuánta será la involución en términos de las ganancias en reducción de la pobreza y de aumento de la clase media durante la década de los ilusionistas?
Por John Mario González