MI COLUMNA
Por Mary Daza Orozco
Hace años, cuando trabajaba para El Espectador, escuché su nombre. Luego de un trágico episodio luchó con denuedo para no romper el delgado hilo que separa su vida de la muerte. Ahora la encontré en las páginas de este diario, bonita, alegre, estudiosa, llevando su discapacidad como un símbolo de lucha constante, de sueños por realizar, de actitud serena ante la vida.
Mi encuentro con ella fue ocasional, era, en ese momento, la materia prima de mi trabajo del día: la noticia. Atravesé los entonces vetustos corredores del Hospital Rosario Pumarejo de López y llegué a la habitación, que era un cuartito caliente, solo lo refrescaba un pequeñísimo ventilador, y cuando la vi mis deseos de hacer una crónica se convirtieron en unas ganas inmensas de llorar a gritos. Era una niña, prácticamente desnuda, tasajeada por suturas larguísimas que parecía carrileritas de tren; estaba tumefacta y pálida. Fue mi primer encuentro con la violencia ensañada en una niña de doce años.
Nini Johana Cañizares, estudiaba en la Normal de Manaure, cuando el carrito que la transportaba desde Media Luna fue confundido, al parecer, con uno donde iban unos subversivos, y las balas atravesaron su cuerpo tierno.
Su caso se me volvió un algo parecido a una obsesión y su dolor, un impulso diario de irla a visitar, no como periodista sino como una amiga que sentía su dolor muy mío. Me involucré, algo que no debe hacer un periodista en ejercicio, y sobé muchas veces su cabeza adolorida, le llevé un osito de peluche blanco que hacía furor en la época, hasta cuando un día asistí a su despedida, se la llevaron, creo que para el Hospital Militar de Bogotá.
Nunca más supe de ella, pero no la he olvidado, ha sido una constante inspiración en mis novelas de denuncia, como ¡Los muertos no se cuentan así!, la recordé tanto cuando le di vida a otros personajes de mis novelas, esos que atravesaban el sendero amargo de la violencia sin sentido, del horror, del desafuero. El mismo que, en la realidad, se repite cada día en los niños y adolescentes víctimas de balas perdidas, de explosiones, del salvajismo de los mayores, de la sinrazón.
Lo que no sé es si ella, Nini Johana, la del nombre de reina como le dije en su gravedad, me habrá recordado, si fijó en sus recuerdos mis visitas en sus momentos críticos, estaba quizás tan adolorida y asustada que no tendría tiempo para saber quiénes la rodeaban.
Ahora se ve linda en las fotos que aparecieron en la crónica que mencioné, estudia Derecho y en su silla de ruedas parece una reina de la lucha contra la adversidad. Espero que algún día nos encontremos y si no me recuerda que es lo más probable, por lo menos que sepa que lloré por ella, que la he pensado y que sin hacer promesas supe que mi literatura, se ahí en adelante, tendría una pincelada de repudio a la violencia inicua que azota al país. Nini Johana me inspiró eso, sin darnos cuenta ni ella ni yo. Ella fue la crónica que no fui capaz de hacer, ese día cuando era una periodista despreocupada y supe de una tragedia en el Manaure de mis sueños, y salí al encuentro de los heridos, grabadora y libreta en mano, y encontré a la niña que se metió en mi corazón para siempre, es otra sin posibilidades de salirse de allí.