Recordamos aquel 8 de agosto de 2002 cuando el posesionado presidente, el antioqueño Álvaro Uribe Vélez iniciaba su gobierno de la llamada ‘seguridad democrática’, una cruzada para el restablecimiento de la ‘confianza inversionista’, basado en enfrentar a la guerrilla de las Farc como ‘el primer soldado de la nación’, hacía su primera visita de mandato a Valledupar. Al terminar sus dos gobiernos, al no permitirle la Corte Constitucional su segunda reelección, las guerrillas habían sido contenidas y cesado su crecimiento exponencial.
Había hecho una labor fundamental para quitarles a los rebeldes cualquier sueño de conquistar el poder. Uribe fue en el momento que le correspondió el presidente que el país necesitaba y que le dio ese claro mandato de ‘hacer la guerra’. Además, vivió una década de oro para las economías latinoamericanas por el ascenso de China a disputar la supremacía de la economía mundial, disparando la demanda y los precios de los recursos naturales como el petróleo, el carbón, el hierro, el cobre. Eso aunado a una mayor confianza de los inversionistas, que en nuestro territorio departamental para bastantes propietarios de tierras significó poder transitar las vías, volver a sus fincas y dinamizar algunos centros poblados en el área rural.
Nunca entendimos en este diario, tan comprometido, desde su nacimiento, con la búsqueda de la paz, que Uribe no se hubiera montado en ella con el fácil argumento de su contribución notable al haber parado las ambiciones de la guerrilla.
En el Cesar, en su gobierno como en el de Santos, esa lograda confianza, en el campo, no se convirtió en inversionista. Esas inversiones poco se vieron, la ganadería se volvió más extensiva y poco productiva por unidad de superficie o animal, la agricultura de ciclo corto se fue extinguiendo y sólo continuó el crecimiento de la palma de aceite. Uribe firmó el TLC con Estados Unidos que dejó tan golpeado el agro como una década atrás lo había dejado la llamada apertura económica, bajo el denominador común de la baja productividad.
Nadie pone en duda que desde su meteórica campaña su liderazgo ha determinado la política nacional en las últimas dos décadas, y las apuestas van a si esa influencia irá justo o más allá de agosto de 2022 cuando termine su mandato su pupilo Iván Duque y se celebren los 20 años de su arribo al poder central.
Entonces no es fácil que una decisión como la que aduciendo pruebas, tan estudiada como esperada, tomó la Corte Suprema de Justicia sobre una actuación personal frente al derecho penal, no como Presidente pero sí como senador, no sea interpretada por detractores y seguidores como un fallo de altísimo efecto político. Con mayor razón cuando el proceso surge de un duro debate en el Congreso que da origen a una denuncia penal contra un senador de oposición, Iván Cepeda, que luego se le devuelve en contra al expresidente.
Pero ese proceso tiene garantías de defensa, tiene dos instancias, sus decisiones son sin animadversión o afinidad política de los magistrados y responden al principio de la democracia y el imperio de la ley sobre todo ciudadano.