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La corrupción, una enfermedad social

Cuando se consulta el diccionario, la palabra corrupción tiene dos definiciones; la primera: “acción de corromper o corromperse y la segunda: Situación o circunstancia en que los funcionarios públicos u otras autoridades están corrompidos” sin embargo, podría decirse que lo que el diccionario o la Real Academia de la lengua Española (RAE)  hace, es definir la consecuencia de la acción de la corrupción y no realmente su origen y por qué habita en el ser humano.

Si bien es cierto que este flagelo es universalmente conocido y se da en todas las latitudes, en nuestro país y particularmente en los países latinoamericanos, del Caribe y los países pobres, este fenómeno pareciese que es la constante; entonces, se podría deducir sin mayor análisis que la corrupción está asociado a la pobreza, al bajo nivel educativo o a la falta de oportunidades; pero, si esto es así ¿Qué pasa entonces cuando se da en los sectores sociales más altos o en las más altas dignidades del estado donde se supone sus habitantes tienen acceso a mejor educación y formación?

La respuesta es un rotundo ¡No!, no tiene nada que ver, si bien pueden estar relacionados no son principalmente los insumos para que una sociedad elija el camino de la corrupción como un método de surgir, crecer económicamente, ser reconocido etc; desde este espacio entonces trataré de hacer una nueva aproximación a lo que realmente motiva al ser humano a este tipo de comportamientos y actitudes.

Según la teoría de Maslow (Abraham Maslow (BrooklynNueva York1 de abril de 1908 – 1970 psicólogo)   el ser humano en su escala de  necesidades tiene establecida en los primeros lugares la auto realización y el reconocimiento, situación que explica la mayoría de los comportamientos sociales de las personas; el efecto que tiene en nosotros la sensación del triunfo, del reconocimiento, la fama o el poseer cosas, explica con facilidad parte del tema en cuestión.

Adicional a lo que establece Maslow en su teoría, existe también en cada uno de nosotros dos fuentes de emociones y condicionantes que como su nombre lo dice, son los responsables de inducirnos a adoptar uno u otro comportamiento, estos dos generadores son el ego y la conciencia o el raciocinio que en términos coloquiales conocemos como “la voz que nos habla en nuestra mente”; es por ello que  la mayor parte de nuestra vida nos la pasamos domesticando al ego y alimentando la conciencia; pero ¿Qué pasa cuando el ego es quien recibe la mayor nutrición? Pues es este el origen de todos los males que están asociados a los desequilibrios sociales que padecemos hoy como humanidad, la violencia, el egoísmo, el arribismo y por supuesto la mezcla de todos es lo que desemboca en seres humanos ambiciosos y desequilibrados mentalmente que ante un asomo de poder o fama terminan siendo responsables de males mayores.

Entonces, ante el anterior análisis, se le debe adicionar que la génesis de la corrupción, es la sumatoria de todas las presiones a los que el individuo se ve expuesto para alcanzar sus dos necesidades principales, y en la innegable realidad en la que estamos donde anhelamos resultados sin esfuerzo y acudimos a la ley del atajo, a la inmediatez, a obviar el proceso y concentrarnos solo en el resultado; de ahí a que para alimentar el ego con la falsa ilusión del tener, de sobresalir, o ser famoso, se eche mano de los comportamientos que hacen que la corrupción se materialice. El afán de tener nos aparta del ser y al invertir el proceso correcto, ser, hacer y tener, se acude a la trampa, al chantaje, al más vivo, a saltarnos la fila, a evadir los impuestos, a sobornar la autoridad, a mentir y en muchos casos hasta a asesinar con tal de cumplir nuestros propósitos, y como cada individuo persigue lo mismo y ve que el tramposo es quien llega primero, termina convirtiendo en cultura lo que naturalmente debería ser reprochable.

Finalmente, la corrupción no es un virus que anda por ahí suelto y del cual nos contagiamos, no, es una decisión que se adopta conscientemente y que puede ser combatida si alimentamos nuestra conciencia y matamos de hambre a nuestro ego.

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Eloy Gutiérrez Anaya: