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La corrupción de la lectura

En ‘París en el siglo XX’ Julio Verne imaginó un mundo gobernado por las máquinas donde la literatura es considerada un vergonzoso malestar. La trama de esta pieza, inédita durante décadas, es la trama de la rebeldía. En medio de los dactilógrafos y los engranajes existe un puñado de lectores que estudian las obras olvidadas. En la realidad de ‘Fahrenheit 451’ de Ray Bradbury, los libros son incinerados, la vigilancia de las pantallas comienza desde la intimidad, los pocos lectores sobreviven llevando en su memoria las páginas de la gran literatura. En ambas pesadillas, salvo contadas excepciones, la lectura vive en la persecución, el olvido y el desinterés. Esta minoría expresa su amor por los libros de la manera más honesta: se esmeran en ser buenos lectores. Pero, en realidades así, ¿podrían serlo? ¿no habrían caído antes en el abismo de la corrupción, incluso en busca de cumplir sus mayores deseos?

No se precisa de una documentación estadística para reconocer que hoy circulan más libros que en cualquier momento de la historia. Las librerías abren sus puertas de par en par a las novedades que llegan mensualmente del planeta entero. Las editoriales más reconocidas imitan el modelo de las fábricas de ropa donde la estrategia es el perpetuo desfile de la eterna novedad. Nunca el ejército de las palabras tuvo un alcance mayor que en esta cuarta revolución industrial. Pero el grial siempre ha sido el mismo. No se trata de los objetos físicos hechos de papel, pegante y tinta; no se trata de los archivos de .pdf o .mobi. Se trata de ser buen lector. En el ejercicio de la literatura, así lo enseña Nabokov, el autor y lector suben desde laderas opuestas a una montaña para encontrarse, finalmente, en la altura. Nada nos cuesta imaginar las grandes obras como una larga cordillera. Allí aguardan las grandes plumas de todos los tiempos. Ser un buen lector es ser capaz del ascenso.

La publicación de ‘The Elite College Students Who Can’t Read Books en the Atlantic’ reveló las inesperadas dificultades de los estudiantes al momento de leer un libro: en este campo pareciera que las exigencias de una generación atrás fueran un desafío apenas imaginable para la generación de hoy. El diagnóstico pareciera el mismo: la virtualización de la enseñanza durante la pandemia, la invasión de las redes durante los últimos años y la constante interrupción de los teléfonos “inteligentes”. Añadamos una pieza más a la discusión: la educación no es solo una responsabilidad de los claustros universitarios o de las aulas escolares, es la tarea de la sociedad entera. No es justo que los profesores sean los chivos expiatorios de un mal que se ha levantado desde diferentes frentes. La atmósfera que prevalece es la interrupción. Y está construida milimétricamente. Las autoridades caen en sus tácticas y no titubean en promoverla con su ejemplo. Con el tiempo difícilmente dejará escapatoria.

La ironía resulta exquisita. Por la red circulan campañas de Instagram y memes que alientan la lectura desde el cuartel de la interrupción, porque hoy es moda hablar sobre el libro y la lectura; el cliché es todo libro es extraordinario y la lectura siempre es lo mejor. En los mismos colegios se alienta el uso de las Tablet y los dispositivos digitales bajo el espejismo de que allí se suma y se lee mejor. La intención, tan lucrativa para muchos, es promover e instaurar con cadenas de hierro la costumbre de no separarse un minuto de estos dispositivos. Esta apuesta está dando frutos y no sólo en los estudiantes de las universidades más sofisticadas, sino en el público general, y esto es fácil de concluir examinando los criterios de la edición. Se prefiere un vocabulario muy limitado, las frases cortas, los párrafos pequeños y los capítulos minúsculos; el libro (o el artículo o la nota de prensa) debe exigir lo mínimo para ser acabado pronto. Antes los editores alentaban la gran cima; hoy, salvo contadas excepciones, me atrevería a pensar que no. ¿Qué hacen las legiones de escritores? Adaptarse, claro, ¿qué otra cosa hacer?

Y en esta realidad donde el libro está a la vuelta de la esquina, donde el comercio internacional cruza en zigzag los océanos para llevar ‘El relato de un náufrago’ o ‘La historia de Gengi’, el libro es celebrado hasta el hartazgo. Libros sobre libros, libros sobre la historia del libro, libros sobre las bibliotecas, etc. Pareciera una suerte de formación reactiva como la denominó Freud, donde se disfraza la incapacidad de una buena lectura con un interminable desfile de elogios al libro. Se vende como pan ‘El infinito en un junco’, pero Heródoto, de quien tanto habla Irene Vallejo, ¿se busca igual? ¿Dónde están esas legiones que buscan la historia de las Termópilas? Se lamenta la pérdida de la Biblioteca de Alejandría, pero ¿dónde están los ejércitos que han estudiado hasta la saciedad las once comedias de Aristófanes?

Nunca la lectura ha tenido tanta publicidad, no me atrevo a decir que nunca se ha leído tan mal, pero la sospecha de que sufrimos un considerable retroceso es válida. La estadística muestra la historia decorativa del ejercicio lector: cuántos libros se leen, cuántos se compran, quiénes leen más, por qué razón la gente lee, pero el grial, de nuevo, es el mismo. ¿Qué importa que un lector lea 100 libros al año si los lee con el mismo cuidado que lee un horóscopo en la red? ¿Qué importa que un lector lea 10 libros al año si todos presentan desafíos similares a las revistas faranduleras? Si una lectora mañana se encuentra con Emily Dickinson y se dedica a convertirla en su compañía el año entero y con las semanas descubre sus imágenes, sus metáforas, las súbitas interrupciones ¿qué hacemos con la estadística? Contamos esa experiencia por un simple digito: ¿uno y ya?

En las cumbres de la gran literatura hay dones extraordinarios y necesarios, fruto del esfuerzo de generaciones enteras. Corromper esta tarea es reducir nuestro diálogo al simple sesgo. Y de pronto sea allí, en el diálogo que formamos como sociedad, donde encontramos qué tan buenos lectores somos, no tanto por afiliarse a una tendencia, sino por la capacidad de entender y explicar la complejidad. Esto es uno de los dones supremos del ejercicio lector. Siempre ha sido una ventaja, pero hoy, donde la guerrilla de la apariencia está por doquier, pareciera ser imprescindible. 

Por: Fernando Galindo.

Categories: Opinión
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