Es una larga historia, pero la trataré de resumir: En una construcción abandonada de propiedad de mis padres me había instalado desde noviembre del noventainueve, con la excusa de usar la edificación como taller de arte y casa-refugio, para mi y algunos inquilinos ocasionales: jóvenes y viejos, hombres y mujeres, todos desubicados pero con firmes intenciones intelectuales o estéticas. El lote donde se dio inicio a la obra se lo regaló mi abuela, Pacha Daza, a mi mamá, Gloria Acosta -ambas fallecidas- con la intención de vivir madre e hija una frente a la otra y así cuidarse mutuamente; pero ya se sabe como va de rápido el tiempo. Mi abuela murió en casa de mi mamá y mi mamá en casa de mi abuela, años más tarde, cosas de la vida. El arquitecto de dicha casa, que nunca se acabó de construir, fue mi tío Pundo Ferreira, también muerto, y el ingeniero de obra fue mi papá Kiko Ferreira, ese si aún vivo.
Cuando en los años ochenta los algodoneros se descalabraron por los precios internacionales mis padres debieron, además de asumir la noticia de la crisis económica venidera, enfrentar la necesidad de una silla de ruedas para mi hermana hacia futuro; así que la casa en obra negra y gris, diseñada de dos pisos, cuyas labores de levantamiento habían empezado y avanzado bastante, se clausuraron mientras pasaban los duelos por las noticias: es decir, ¡nunca! por lo que la casa en construcción, duró abandonada, como parte de las frustraciones que la vida trajo a mi familia, más de diez años.
A medio construir, más de diez añitos, hasta que llegué yo con la locura de pintar y de escribir, de hacer arte, se mantuvo clausurada, como depósito de objetos inservibles y madriguera de murciélagos, arañas y ratones, esta casa bodega a la que en la familia nos referíamos como “La construcción”, peyorativamente; pero que poco a poco fue ganando un valor sublime gracias a la poesía de sus visitantes, que la convirtieron en escenario clandestino de encuentros intelectuales, artísticos y sexuales. Y así se mantuvo, como casa-bodega-taller-motel-manicomio, durante otros quince años, hasta que el dieciocho de diciembre del año pasado, en parte motivado por la muerte de mi mamá hace un año y la falta de plata, pero también por necesidad creativa, aburrimiento, desesperación existencial, etc., el espacio se abrió como restaurante y bar. Ya después fue que ocurrió lo de que el espacio funcionara como una galería de arte, que en la actualidad exhibe un par de artistas nacionales reconocidos y un par de artistas locales semidesconocidos.
Eso es más o menos “La construcción”. La gente viene, come, se acuesta en una hamaca, bebe, mientras charla y ve cuadros oyendo a Cerati, a Draco, o a Chet Baker. Es posible que alguna de estas noches, si pasas por el sur La Guajira y logras encontrarla, la visites; quien quita, como dicen los budistas: Todo es posible. (Creo que me extendí).