¿Qué es el pecado? Podemos preguntarnos y, con Basilio Magno, responder: “el pecado consiste en el uso desviado y contrario a la voluntad de Dios de las facultades que Él nos dio para que practicásemos el bien”. Esta definición deja en evidencia que todos los seres humanos somos pecadores. Por muy buenos y piadosos que se crean algunos, nadie escapa a esta condición.
Ahora bien, si el pecado es una transgresión de la ley divina, debe en consecuencia existir un castigo para el transgresor. A menos que la autoridad competente (en este caso Dios) decida indultar al reo (en este caso todos los seres humanos). Pues bien, el sacramento a través del cual Dios nos ofrece su perdón, cuando lo pedimos, es la confesión.
Grandes polémicas y puntos de divergencia se encuentran alrededor de este sacramento que hace parte del grupo llamado de sanación, pero en esta ocasión no es nuestro interés tomar parte en ellas. Simplemente nos limitaremos a mencionar algunos elementos de la doctrina católica sobre la confesión que consideramos de importancia vital.
En primer lugar, es preciso considerar que, como los demás sacramentos, éste fue también instituido por Jesucristo. Fue el Maestro de Galilea quien dijo a sus discípulos que “a quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados y a quienes se los retengáis les quedan retenidos”. Sin embargo, los ministros de este sacramento no actúan en nombre propio. No es Pedro o Juan quien perdona los pecados, es Dios. Una sencilla razón hay para ello: el pecado es una ofensa a Dios y a su plan para con nosotros, entonces sólo Él puede perdonarlo.
Desde el punto de vista del penitente es menester tener en cuenta que las disposiciones internas juegan un papel muy importante en la recepción de la gracia (efectos sacramentales), pero no condicionan ni mucho menos anulan el efecto de la misma. Por ejemplo, los resultados del paso por el confesionario podrían llegar a ser mucho más benéficos para quien haya seguido lo que la Iglesia llama “pasos para una buena confesión” (examen de conciencia, propósito de enmienda, dolor de corazón, confesión de boca y penitencia), pero ello no significa que sin ellos no se reciba el perdón. El actuar de Dios es tan misterioso e impredecible que, en algunas ocasiones perdona a quien se ha arrepentido, pero en otras prodiga su perdón incluso a quienes no sienten contrición. Si miramos el pasaje del hijo pródigo, palpable ejemplo de la misericordia divina, notaremos que quien regresa a casa no lo hace motivado por el arrepentimiento, sino por la necesidad. Incluso planea meticulosamente su discurso y considera los posibles escenarios.
Desde el punto de vista del confesor es necesario tener en cuenta que: no es lo mismo ser administrador que ser dueño. Muchos lo olvidan con frecuencia. Son jueces, pero jueces que administran misericordia, no castigos; son instrumentos de la gracia, pero no son la fuente de la misma y ni siquiera dignos de ser su canal. No son sus manos ni sus palabras, ni mucho menos sus sabios consejos los que alivian el alma del pecador, es Dios mismo “que sabe trabajar con instrumentos insuficientes”. La única razón por la que el confesor está en el confesionario es por ser él pecador, condición que le capacita para comprender a quienes también lo son.