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La cocina musical

Por: Julio Oñate Martínez

Una de mis primeras incursiones parranderas en el vallenato la viví en Manaure (Cesar), por allá en 1957, durante una temporada de carnaval donde mi tío materno Jorgito Martínez, quien allí tenía su residencia desde sus años tempranos. La parranda se festejaba donde la familia Araque y ‘Toño’ salas la amenizaba.
Un grupo de entusiastas muchachas llegaron alegrando el ambiente y cambiando las reglas de juego sacaban a bailar a los asistentes formándose entonces un verdadero jolgorio carnavalero. El cajero del conjunto pasado de tragos tuvo diferencias con ‘Toño’ y disgustado se largó con caja y todo dejando el conjunto mocho; apareció entonces una lata de manteca vacía de aquellas de la época y alguien trató con ésta de llenar el espacio dejado por el borracho, pero sus golpes se le atravesaban al acordeonero y la fiesta perdió sabor y ritmo. Con algunas nociones de percusión surgidas en los pupitres del Loperena, me hice cargo de la lata y las felicitaciones llovieron por casi dos horas aporreando el recipiente de latón sin maltratarme mucho las manos ya que logré cogerle el golpe al improvisado instrumento.
Hacía 1980 causaba sensación en los pueblos de la provincia las actuaciones del fonsequero Efraín Barliza, quien con un cuchillo de cocina rasgaba los costados de una lata de manteca con un ritmo y una sabrosura incomparables cuando cantaba sus composiciones de marcado acento caribeño. Efraín Lata, como le decían los guajiros, fue un verdadero alegrador de parrandas, ocurrente y de buena chispa que llenó toda una época recordada hoy de forma grata por quienes pudimos verlo en plena acción.
Me contaban los mayores que hace tiempo no existía finca alguna del Plan pa’rriba por allá en la sierra Montaña y en las Estribaciones del Perijá, donde no se encontrara un precario conjunto de espontáneos trabajadores con aficiones musicales. Nunca faltaba un acordeoncito o una dulzaina acompañados con tambor y guacharaca. Ante la ausencia de una caja o tambor se utilizaba un taburete y se le daba candela por debajo con un papel encendido y al templarse el cuero servía como instrumento de percusión. Así mismo a falta de una guacharaca con una cuchara metálica se rasgaba una botella o frasco de vidrio y a beber guarapo de caña.
Han sido muchísimas las ocasiones que una efervescente parranda quizás sin mayor rigor estético alguien casi siempre en temple golpea una botella vacía con una cuchara o cuchillo simulando una clave logrando un efecto cercano al timbre de este instrumento.
Era también muy frecuente en parrandas improvisadas mientras aparecía el guacharaquero utilizar el rallador de la cocina que al ser friccionado con el mango de una cuchara se lograba un efecto sonoro similar al de la caña de lata o al del güiro. Brilla aquí con luz propia Freddy Montero Cabello “Fremoca”, un verdadero artista del rallador, igualmente si el cajero no llegaba un cajón mediano de madera firme era utilizado para percutir un buen merengue como muchas veces fuimos deleitados por ‘Jique’ Cabas en aquellas inolvidables parrandas donde ‘Tina’, esa distinguida matrona vallenata.
Un ejemplo ya en desuso del empleo de utensilios de cocina en funciones musicales lo constituye el pilón, ese mortero de gran tamaño donde nuestros antepasados trituraban granos principalmente maíz y al compás de sus golpes alegraban la faena interpretando sus tradicionales canciones a ritmo de pilón.
Los casos aquí descritos, sin duda, han tenido ocurrencia en todos los países del Caribe que se identifican con nuestro mismo temperamento musical donde utensilios domésticos y de trabajo sin perder su condición originaria se acercan a  la categoría de instrumentos musicales.

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