Por Rodolfo Quintero Romero @rodoquinteromer
Nada más pernicioso para el bienestar de los pueblos que la indolencia y pasividad social.
Las personas y comunidades que no participan en la vida política, social o económica de su ciudad sueñan, cándida y cómodamente, con la aparición de un salvador que solucione sus problemas y los lleve al nirvana.
Es frecuente escuchar que aquí lo que falta es un líder para salir del atraso. Pero, cuando creemos encontrarlo y lo elegimos alcalde o gobernador termina, por lo general, defraudándonos.
Aflora, entonces, la desmoralización y el fatalismo. La certeza paralizante de que no hay esperanzas porque “esto no lo compone nadie”. Hasta que surge un nuevo vendedor de ilusiones y una nueva frustración. En fin, un círculo vicioso infinito.
Las democracias parlamentarias suelen generar esta pasividad social, perturbada en épocas electorales cuando somos convocados a elegir a quienes asumirán nuestra vocería y supuestamente defenderán los intereses comunitarios.
Desde 1991, contamos con una constitución que incluye el concepto de democracia participativa o directa, y establece que las decisiones deben tomarse de manera conjunta entre el gobierno y la ciudadanía, o, con incidencia de ésta, como complemento de la democracia representativa.
Participar es un acto personal y voluntario; es hacer presencia, opinar, movilizarse, incidir en los procesos de toma de decisiones en los temas que nos interesan y afectan. Es lo contrario a lamentarse de la mala situación y no hacer algo para transformarla o declinar en un tercero la defensa de los intereses colectivos.
La Constitución brinda instrumentos para hacer realidad nuestro derecho fundamental a la participación, como el referendo; la revocatoria; el plebiscito; la consulta previa; acciones de tutela, populares y de grupo; audiencias públicas; rendición de cuentas; derechos de petición, entre otros.
Así, mis queridos paisanos, que en lugar de buscar líderes mesiánicos que arreglen los problemas, debemos asumir nuestra responsabilidad y ejercer los derechos que la Ley nos otorga.
Una alianza entre la ciudadanía organizada y un buen alcalde o un eficiente gobernador, un acuerdo “gana-gana”, contribuiría al bienestar social y liberaría a los gobernantes del chantaje burocrático de los caciques políticos.
Por ejemplo: el modelo de ciudad que soñamos, podríamos diseñarlo de manera colectiva, ciudadanos y alcalde, identificando en reuniones, foros, talleres y conferencias, las características que tendría el Valledupar del futuro.
Una vez estructurada y consensuada la estrategia de desarrollo municipal, podemos legitimarla a través de un referendo que le de carácter obligatorio y la convierta en hoja de ruta para los futuros alcaldes.
La ciudadanía organizada no pide puestos, exige obras: vías, salud, educación, seguridad y empleo. No necesita intermediarios entre ella y sus gobernantes. Pone el interés general por encima de los intereses particulares.
Los gobernantes pasan, la sociedad civil permanece. Si es fuerte, organizada y activa, los obligará a desarrollar proyectos que promuevan el bien común y a ejecutar con transparencia los dineros públicos.
Un buen indicador de la gestión de un gobernante es su apoyo decidido a la organización y participación de la sociedad civil.
Pero, la solución está en nuestras manos. Fomentemos la participación ciudadana. Vinculémonos a algún tipo de organización y garanticemos que funcione acorde con los principios democráticos.