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La casa de ayer

Camino y miro de reojo, allí están ellos, ocupando el lugar que antes fue mío. Dominan el espacio y los recovecos en los que construí mi intimidad. Posan con ánimo de señores y dueños, pero por muy cómodos que estén, hay una historia sobre el lugar, que para siempre será de mi propiedad, no me la pueden quitar. Es una vida que se mantiene como libro leído y guardado en los anaqueles de las profundidades de mis pensamientos y que conforma mi esencia. 

Por eso es tan importante regresar y aunque sea desde la distancia tener contacto, pues con ello logramos desempolvar y hacerle mantenimiento a ese patrimonio inmaterial, que como tesoro sagrado se conserva en nuestros recuerdos, lo que ya una vez fuimos.

Mientras ando y observo, aparecen ráfagas de aquel tiempo y soy más consiente de lo especial que fue. Son los mismos callejones, que antes apreciaba como grandes pistas de carrera en mi bicicleta y que hoy lucen tan estrechos. Sigo la marcha, me siento diferente, pero sé que más que nunca soy el de ayer. Me dejo llevar, estoy en una especie de letargo; hago recorridos que antes hice, advierto que ha pasado mucho tiempo. Sé que mi cara puede no resultar familiar, sin embargo saludo con cortesía a todo el que me encuentro. En el proceso descubro rostros del pasado y me enternece. La infraestructura del barrio se detuvo en el tiempo, pero sé que dentro de las casas las revoluciones no se han hecho esperar.  

Cada paso que doy alimenta mi alma, no quiero detenerme, es un repaso por mis raíces, quiero permanecer en la burbuja. De repente, me hallo con mis manos y frente adheridas al gigante tallo de un árbol de mango, testigo perenne de momentos felices de mi infancia. Me dolió encontrarlo sin ramas, algún inteligente de las oficinas del medio ambiente de la ciudad consideró que la solución de cualquier problema que tuviera el árbol era cortarlo todo y dejarle solo el tallo. Sin embargo sigue vivo, nuevos capullos verdes  emergen en busca de otra oportunidad. 

Lo más emocionante de mi visita fue abrazar ese árbol, en esas caricias encontré a mis abuelos más vivos que nunca, vi a mis tíos, tías, primos, a todos mis amigos, y por supuesto, repasé los momentos festivos de las vacaciones de mi niñez.  Reflexiono y concluyo que el tiempo pasará y la vejez llegará y yo siempre seré orgullosamente el hijo del Mono y Doris, o simplemente, el del barrio Sicarare, por el palo de mango. 

La necesidad de valorar el pasado se ve potenciada por los vertiginosos avances y desarrollos sociales que vivimos actualmente. Un cambio que conlleva en ocasiones  a una pérdida de identidad. Por eso, date tiempo, alimenta tu espíritu, sacude los estantes, tus recuerdos siempre vibrarán con tu presencia y te darán más vida. Regresa al barrio.

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Rodney Castro Gullo: