Colombia siempre ha sido un país de carteles; el más antiguo es, quizás, el de la política; aquí las cosas han parecido decentes y naturales, pero pocos sospechan que su ejercicio es mafioso; siempre han existido capos pero que no se llamaban así sino jefes políticos; los carteles son voraces y verticales, tampoco tienen escrúpulos, matan cuando haya que hacerlo, nuestros cementerios son testigos. En este escenario de mafias políticas la competencia se ha hecho cada vez mayor; el surgimiento del narcotráfico como actividad comercial generó nuevos carteles que, pese al volumen de sus ingresos, necesitaban el poder político para totalizar sus acciones, poniendo de rodillas a toda la institucionalidad, eliminando contrarios como sucedió con Galán y Pizarro Leongómez; pero esta estrategia no la inventó Pablo Escobar, ya Gaitán y Uribe Uribe habían caído en las garras de los carteles de la política.
El narcotráfico lo que hizo fue potenciar las alianzas político-mafiosas, fue un gana-gana dónde se encontró el hambre con las ganas de comer. Ahí fue Troya. Desde entonces todo ha cambiado, los órganos de poder hoy son otros. Ahora hay carteles por doquier: el cartel de los pre-acuerdos de la fiscalía, el de archivos de expedientes en los juzgados, tribunales y Corte Suprema de Justicia; el cartel de “yo te elijo tú me eliges” ente dignatarios de las altas cortes, Fiscalía, Procuraduría y Congreso de la República; el cartel de las reelecciones presidenciales; el de los falsos positivos que involucró a sectores del ejército, la policía y otros cuerpos de seguridad del Estado; el cartel de las masacres conformado por la Presidencia de la República, algunos sectores de las FF.MM, los paramilitares y los llamados “terceros de buena fe” que contribuían al sostenimiento de grupos al “margen de la ley”, pero que no sabían para qué lo hacían; el cartel de los narcos puros con las Farc y con las AUC, a veces por separado, a veces conjuntamente; el cartel de los despojadores de tierras y expulsores de campesinos con el apoyo, a veces del Estado, otras de los grupos irregulares; el cartel de los prestadores de servicios públicos con alcance internacional como el de la AAA; el cartel de los prestadores de servicios en salud y educación, el de algunos transportistas, los de la minería y regalías, el de los evasores de impuestos en los paraísos fiscales, el de las bandas criminales todo estrato, el de la contratación, el del poder electoral, el cartel empresarial, el de los falsos testigos y sapos, el cartel de los grupos financieros, el de la gasolina, incluso el cartel de los directivos deportivos.
Nos acostumbramos a qué en este país nada funciona sin un buen cartel y por supuesto, a muchos les gustaría pertenecer a alguno de ellos; la vida fácil es atractiva. Con la discusión de los proyectos de ley que avalan los acuerdos de La Habana, han surgido en el Congreso varios carteles de los cuales unos solo quieren negociar mermelada, otros ven más rentable volver a la guerra para tapar su pasado y por eso quieren enterrar o hacer trizas estas iniciativas gubernamentales; por eso no quieren la JEP, les da pavor. Los carteles no tienen Patria, tienen cuentas bancarias y feudos electorales, no tienen partidos ni ideologías, solo intereses, son amorfos, flemáticos e indolentes. La mejor economía informal, cuya mercancía es el voto, está en manos de los carteles políticos. Colombia es un país de zombies, de cafres, diría Darío Echandía; llevamos las cadenas de la esclavitud en la mente y esas sí que son difíciles de desatar. Menos mal, en los próximos seis meses viviremos dos procesos políticos que nos darán vista al mar y a la montaña: ascendemos a la cima o naufragamos; ¿“viviremos para contarlo”? Esto es macondiano.
Por Luis Napoleón de Armas P.
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