Después de aquella reveladora escena del Jordán, donde un hombre bautizó a Dios, el joven Maestro de Nazaret ganó unos cuantos seguidores más y comenzó oficialmente su ministerio.
Recorría las sinagogas de su país y hablaba a sus coterráneos del Reino de los cielos y de sus implicaciones en la vida práctica. Muchas personas comenzaron a creer en sus palabras y las multitudes fueron en pos suyo, inspirados por sus milagros; otros, sin embargo, guardaban distancia y observaban con sospecha sus enseñanzas que, abiertamente, desafiaban la tradición.
En el creciente grupo de sus seguidores llamaba la atención la presencia de ciertos personajes poco apreciados por el pueblo: publicanos, pecadores, viudas y pobres. A menudo las críticas que de él hacían las autoridades religiosas del país incluían el hecho de que “un enviado del cielo no podía juntarse con ese tipo de personas”. Pero a Jesús no le importaban los estereotipos sociales ni religiosos, él veía más allá de las apariencias y distinguía qué corazones estaban realmente dispuestos para recibir la buena noticia. El Maestro acogía con amor a todos, curaba sus enfermedades corporales y espirituales y, sobre todo, decía siempre la verdad, lo que le acarreó no pocos enemigos. Los escribas, los fariseos y los herodianos se preguntaban indignados: ¿Quién se cree que es para hacer o decir tales cosas?
Una mañana de sábado, Jesús se dirigió al sitio de oración de su pueblo: la sinagoga. Los judíos solían reunirse allí cada siete días para leer y meditar las palabras de los libros sagrados. Jesús entró y le acercaron el texto para hacer la lectura. Ello significaba que reconocían en él algo de autoridad. El pasaje del profeta Isaías era una descripción precisa de la misión de Jesús, por eso, al terminar de leer, mientras todos esperaban una explicación sobre el significado de la profecía, él se limitó a decir: “Lo que acabáis de oír se ha cumplido hoy”.
“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para llevar a los pobres la buena nueva, para anunciar la liberación a los cautivos y la curación a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor”. Son los necesitados los destinatarios de la misión de Jesús, ya lo dirá él mismo en otro momento: “No necesitan de médico los sanos”. Este es un punto fundamental del cristianismo: saberse pobre, cautivo, enfermo, oprimido, es requisito indispensable para ser destinatario del mensaje de salvación, liberación y esperanza que brinda Jesús. Los “sobrados” no necesitan a Dios, porque ellos en su prepotencia creen ser Dios. Son los pobres quienes, sabiendo que nada tienen, se acogen a Dios como su riqueza, pero ¿qué es ser realmente pobre?
No se trata de ser pobre en el campo económico, lo cual termina siendo relativo dependiendo de a quién se le pregunte; se trata de la humildad: virtud nunca identificada en sí mismo pero que no pasa desapercibida para los demás; certeza de necesitar de los otros y del Otro; equilibrio al sopesar nuestras virtudes y defectos, nuestras fortalezas y debilidades, y temor de juzgar a los demás. La humildad es, en palabras de San Agustín, la súplica confiada de un alma que se dirige a su Creador afirmando: “Señor, yo no te oculto mis llagas, tú eres médico y yo estoy enfermo, tú eres misericordioso y yo soy un miserable”. Feliz domingo.