En la Semana Santa de 1998, me embarqué en una aventura familiar casi escrita en los pergaminos de Melquíades. A bordo de un viejo Lada Samara, mis padres y yo partimos desde Valledupar, Cesar, hacia el Magdalena, con la intención de visitar a los padres cataqueros de una colega profesora de Español. La razón de este viaje era especial: había escrito mi primer poema y había sido publicado en el periódico escolar.
La casa de los padres de la colega de mis padres era una casona, con amplios cuartos donde cabían cuatro camas y dos hamacas. A medida que transcurría el día y andábamos a pie por el pueblo, me di cuenta de que muchas casas eran así, incluyendo una que albergaba un museo con un inmenso árbol de pivijay, también conocido como caucho. El guía nos contó que se le conocía como “el árbol que camina” porque las raíces se extienden desde las ramas hasta el suelo, así que me imaginé que si un día regresaba el árbol habría escapado.
Fue en ese lugar donde sentí por primera vez que ya no era una niña. Recuerdo que me pidieron firmar un cuaderno con mi nombre, un gesto que parecía tan simple pero que llevaba consigo un profundo significado: el dueño de la casa sabría que yo había estado allí, o al menos eso me dijeron.
En mi mente infantil, imaginé que Gabo escribía por las mismas razones que yo: primero, para escapar del olvido y la muerte; y segundo, porque escribir era la única manera de hacerse entender sin llorar en el intento de hablar.
Durante la cena, me senté frente a mi mamá, ansiosa por descubrir más sobre Gabo. Le pregunté: ¿Leía libros sin dibujos? ¿Qué escribía? ¿A quién le dirigía sus cartas? Aunque mi mamá no tenía todas las respuestas, su voz se iluminó al contarme que había ganado el premio más prestigioso que un escritor podría recibir: el Premio Nobel de Literatura. Me sorprendió saber que, hasta ese momento, él era el único Nobel costeño. Supe que Gabo era conocido y leído por todo el mundo.
Algo muy grave va a suceder en este pueblo
Siempre soñé con regresar a Aracataca. Por eso lo hice con la excusa de vivir el primer episodio de Cien Años de Soledad en el pueblo, esta vez como periodista. Mis padres me preguntaron si algo había cambiado, y al regresar a la Casa Museo Gabriel García Márquez, el aire aún conservaba ese aroma a viejo mezclado con el óxido de máquinas de escribir, clavos, hojas y un acordeón. La madera tenía un olor peculiar; aunque estaba muerta, parecía que aún se moría, con un berrinche asoliao en el fondo de la nariz.
“El olor no es como antes, pero se le parecía”, les dije a mis padres. “Y el piso alrededor del pivijai ya no es de baldosas blancuzcas con amarillo mostaza. De resto, el pueblo sigue siendo el mismo”.
En vísperas de la proyección del primer episodio de Cien Años de Soledad, el ambiente en el pueblo se asemejaba a las páginas de “Algo muy grave va a suceder en este pueblo”, un cuento de Gabriel García Márquez. La atmósfera estaba cargada de murmullos y expectativas, sentían que si el episodio no lograba capturar la esencia de su hogar, se verían profundamente ofendidos.
La noche del 11 de diciembre, los cataqueros se reunieron en la Plaza Simón Bolívar. EL PILÓN fue testigo de primera mano, en Aracataca, de la proyección, que fue organizada por la Fundación Gabo y la Alcaldía local, con el apoyo del Ministerio de las Culturas, la Biblioteca Nacional y Proimágenes.
En la tarima un cantante entona: “Las mariposas vuelan cuando va pitando el tren, recorre el Magdalena, el Caribe nuestro Edén. Mi mágico Macondo de sueños y esperanzas me lleva a Aracataca. ¡Ay mi tierra ancestral!”. Mientras Jaime Abello, director general y cofundador de la Fundación Gabo, sube al escenario para destacar: “Este municipio, esta comunidad es un centro de historias, la génesis de lo que ya le pertenece al mundo, ese gran imaginario que se llama Macondo. Macondo nació en Aracataca. Y Gabriel García Márquez lo dijo muchas veces en entrevistas. Somos conscientes desde la Fundación que hay mucho trabajo por hacer en la cultura, en la educación y el acompañamiento en el desarrollo de Aracataca”.
Mientras algunos cataqueros, desde antes del Nobel, como Carlos Nelson Núñez Fontalvo, de 94 años, amigo y vecino de Gabriel García Márquez, expresaron su descontento por no haberse filmado en Aracataca: “Se la llevaron dizque pal Tolima y Gabo escribió sobre nosotros”. A pesar de su difícil movilidad, mencionó que vería el episodio en casa, aunque confesó: “Nunca entendí el libro”.
Dos regresos, el mismo pueblo
Así como Gabo se fue y regresó convertido en el escritor costeño más famoso de todos los tiempos, así volví. Lo cierto es que la oferta hotelera de Aracataca es pobre con habitaciones rústicas, que no parece vivir a la sintonía del culto que despierta la obra de Gabo alrededor del mundo. Algunos avisos en las calles traducidos al inglés, donde despreocupadamente caminan italianos, franceses y norteamericanos vestidos como exploradores, parecieran no preocuparles las habitaciones con chinches, deficiencias en el servicio de agua y las precauciones de no usar la electricidad todo el tiempo en las paredes de las habitaciones del hotel.
“Todo era idéntico a los recuerdos, pero más reducido y pobre, y arrasado por un ventarrón de fatalidad: las mismas casas carcomidas, los techos de cinc perforados por el óxido, el camellón con los escombros de las bancas de granito y los almendros tristes, y todo transfigurado por aquel polvo invisible y ardiente que engañaba la vista y calcinaba la piel. El paraíso privado de la compañía bananera, al otro lado de la vía férrea, ya sin la cerca de alambre electrificado, era un vasto matorral sin palmeras, con las casas destruidas entre las amapolas y los escombros del hospital incendiado”, escribió Gabo en el 2012, tras una visita a sus vecinos y amigos de infancia.
Parece que primero llegó Netflix a Aracataca antes que el Estado. Aunque Pierre Fandor, ejecutivo de Netflix, expresó su entusiasmo por proyectar el primer episodio en Aracataca: “Para Netflix es muy emocionante estar aquí; estamos muy entusiasmados y a la expectativa de saber qué les pareció el primer capítulo de la serie”. También supo que el pueblo no estaba preparado para la internacionalización turística, por eso la serie no fue realizada allí.
Con alivio, Jair Beltrán Rodríguez, quien interpreta al coronel Aureliano Buendía en la Casa Museo de Gabriel García Márquez, comentó: “Me pareció excelente; el profesionalismo y el empeño lograron plasmar la geografía. Lograron enlazar lo que es La Guajira y la Sierra Nevada; la geografía es similar, los atuendos, el nivel de los actores y extras son muy fieles al libro. He leído el libro dos veces”.
Por fortuna, un aplauso desordenado y lleno de emoción resonó en el aire al terminar la proyección. Las sonrisas de alivio bañadas de sudor en la comisura de los labios eran evidentes; quizás nadie quería defraudar el legado que heredaron de ser la Aracataca macondiana de Gabo. Incluso yo, que no soy cataquera, sentí una profunda satisfacción al saber que la gente de todo el mundo finalmente reconocía la Aracataca de Gabo.
Por: Katlin Navarro Luna/EL PILÓN