En el año 330 D.C. el emperador romano Constantino –que no era romano sino serbio– fundó una ciudad en uno de los bordes del mar Negro, al lado del rutilante estrecho del Bósforo, a la que lógicamente llamaría Constantinopla en honor de sí mismo
Esta parte del imperio sería el oriental y, occidental el romano. En 1453 Constantinopla cayó en poder del imperio Otomano y a partir de entonces recibió el nombre actual de Estambul.
Pero lo que había comenzado con tan buen propósito terminaría en el año 395 dividido bajo el Emperador Romano Teodosio.
En lo sucesivo, cada imperio marcharía separadamente con graves conflictos internos y externos.
Siglos más tarde, el imperio de Occidente resurgiría de sus ruinas asimilando, así fuera de mala gana, a sus anteriores enemigos, especialmente las tribus de la Galia, con cuyos líderes hubo de cogobernar.
El de oriente continuó con el nombre de Bizantino, y su emperador no solamente gobernaba políticamente, sino también eclesiásticamente. Tuvo que enfrentar los renovados acosos de las tribus bárbaras y las invasiones de los búlgaros y eslavos y las guerras con el Imperio Persa.
En este escenario aparece el joven campesino macedonio –la tierra de Alejandro Magno, otro grande– Flavio Justiniano, más tarde nadie menos que el emperador de Bizancio, quien había nacido hacia el año 482. Este joven de origen humilde llegó a la capital y con la protección de su tío Justino pudo aprender filosofía, política, derecho, habiéndose interesado en las labores administrativas del Estado. Después Justino ascendió al rango de emperador, adoptó a su sobrino como hijo suyo, quien por tanto heredó el trono imperial.
Antes de serlo se había dado a conocer como un hombre serio, trabajador incansable y nada inclinado a los festines palaciegos. Llegó a ser el prototipo del gobernante austero. Favorecido además por su brazo derecho en que se convirtió su esposa la emperatriz Teodora, de armas tomar.
Su gobierno fue inspirado por el talante de los emperadores Constantino y Teodosio quienes habían gobernado con la alianza benéfica entre la Iglesia y el Estado, lo que más tarde también fue imitado por el emperador Carlomagno del sacro imperio Romano Germánico, que los prejuicios laicistas de ahora habrían condenado.
Ya no queda espacio periodístico sino para señalar dos obras magnas realizadas por Justiniano. En el orden religioso, la reconstrucción de aquella joya arquitectónica que es la Iglesia Santa Sofía de la antigua Constantinopla, decretada mezquita el pasado mes de agosto.
El otro, de carácter laico, el Corpus Juris Civilis, el Digesto, recepcionado por Roma y donado desde entonces a la jurisprudencia del mundo entero. Yo he tenido la suerte de haber admirado personalmente a aquella y de ser instruido por las lecciones de este. Desde los montes de Pueblo Bello.