Procedamos con la última entrega de esta saga europea.
Estaba cada vez más cerca mi regreso a Colombia, Karla se quedaría en Madrid 10 días más, pero yo debía regresar por temas laborales. Mi vuelo Madrid – Bogotá no presentó novedades y, de hecho, escribí este texto desde mi hogar en Bogotá.
Seguimos recorriendo con Karla la ciudad de nuestros amores: Madrid. Uno de esos días, con unas ganas inmensas de almorzar algo muy español, caminábamos por el centro, cerca de la estación Antón Martín, y ya teníamos hambre. Pasamos por una iglesia, entramos a orar, y salimos a buscar un restaurante para comer. En un tablero ubicado sobre el andén, alcanzamos a ver el menú del día y ambos elegimos: Karla, una paella valenciana y yo, de primer plato unos callos a la madrileña y de segundo unos huevos rotos. Se nos hacía agua la boca. Acompañamos nuestro almuerzo con pan, vino blanco y el postre, tarta de Santiago, con un cafecito al final. Nos chupamos los dedos. En otro de esos días, le fuimos por primera vez infieles al Museo del Jamón, y, siguiendo muchas sugerencias de Instagram, en las afueras de la Plaza Mayor hicimos una cola en “La Campana”, donde disfrutamos de unos deliciosos bocadillos de calamares. La verdad, se los recomiendo, “la Campana” ahora entró a hacer parte de nuestros imperdibles en Madrid.
Se acercaba la fecha para ver al Real Madrid y al Borussia Dortmund enfrentarse por la final de la Champions League. Blancos y abejas se verían las caras en Londres, en el renovado estadio de Wembley, para definir al campeón. Era una gran suerte poder estar en Madrid, para esta final, que, aunque jugada en la isla, viviríamos intensamente en suelo madrileño. Obviamente, antes del partido estuve con Karla en un local de Adidas ubicado arribita de Sol para comprar la camiseta de rigor. Tradicionalmente cada una de mis visitas a Madrid involucra acompañar al Real en uno de sus juegos en el Santiago Bernabéu, y, por supuesto, la compra de una camiseta. Esta vez, la elegida fue una verde limón, la de Thibault Courtois, arquero de los merengues, el mejor portero del mundo en la actualidad. Pero ahora nos faltaba elegir el lugar adecuado para ver la final. ¿A dónde vamos? ¿Qué hacemos? Esta pregunta nos la respondió Jaime Soteras, nuestro amigo Jaime, del que ya tienen mucha información. Jaime sólo atinó a decir: “dejen eso en mis manos, yo me encargo y la pasaremos muy bien, ya lo veréis…”.
Y así fue. Jaime nos consiguió un lugar fascinante: un piso precioso, muy cerca de donde estábamos hospedados en Chamberí. Nos recogió en su carro y nos fue contando cositas sobre nuestra anfitriona: Sofía, de Bilbao, 74 años, amante del buen fútbol, su padre fue el dueño de un equipo en el País Vasco, el S.D. Indautxu. Llegamos y Sofía nos abrió la puerta luego de abandonar el ascensor. Nos presentó a su hermana, Pilar, y a su hija; veríamos el partido con las 3. El salón contaba con una mesa enorme, abarrotada de viandas y pasabocas. Había un televisor de pantalla plana perfectamente instalado frente a la mesa y 2 enormes sofás a nuestra disposición. Me ubicaron puro al frente de la tele, a mi izquierda se sentó la hija de Sofía y a la derecha, la dueña de casa. Empezó el partido, sufrimos, nos divertimos, comimos delicioso y al final, festejamos la 15 del Real Madrid. Al despedirnos, quedó claro que nació esa noche una linda amistad que nos despidió diciendo: “este es mi piso de Madrid, pero realmente vivo en Bilbao; vengan a visitarme, vivo sola, tengo espacio, solo avisen y listo. Visítenme y juntos vamos a conocer San Sebastián. ¡Buen vuelo mañana de regreso a Colombia, Jorge!” Esperamos, pronto, visitar a Sofía en el País Vasco, después de recibir tanto cariño y atenciones, será una promesa fácil de cumplir.
Salimos a la calle, locura total. Todos felices, festejando, unidos gritábamos “¡campeones!”, “¡la 15!”. Jaime nos dejó en la casa, cerré maletas, nos organizamos para dormir y 4 horas después me despertaba para irme a Barajas. El viaje llegaba a su fin, una vez más Madrid y su gente nos alegraban el alma.
Jorge Eduardo Ávila.