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Juan Rulfo

«Hombre de afligida presencia, enfurruñado y tenaz en el silencio»

Por: Donaldo Mendoza.

Cuando dos silencios se juntan, se hace urgente que uno lance la piedra para hacer trizas el hielo. En esas estábamos el artista payanés Rodrigo Valencia Quijano y yo frente a sendas tazas de café. Él se animó al primer lanzamiento: “me decía un amigo que las obras de Rulfo habían salido de historias que le contaban”. El resto de la conversación ya fue deshilvanar el ovillo.

Y como creo conocer bastante al discreto amigo, decidí lanzar la segunda piedra: “en un encuentro de escritores en Cali, Rulfo permaneció sentado a la mesa sin pronunciar palabras”. ¡Ahí fue Troya! Rodrigo, enemigo de borrascas retóricas y de salones llenos de público, no disimuló el asombro y los músculos de su rostro mutaron. … imposible que haya dos Rodrigo en este mundo … “¡Hay que escribir sobre eso, Donaldo!”.

De ese mutis de Rulfo en Cali fueron testigos otros dos amigos, viajamos desde Popayán. Los tres, sin previo acuerdo, asistimos una mañana al «II Encuentro de Escritores Hispanoamericanos» (primera semana de agosto de 1979); la disertación le correspondía a Manuel Puig (Argentina, 1932-1990), lo acompañaban en la mesa Juan Rulfo y por Colombia Fanny Buitrago. Brillante Puig, reconocido por «El beso de la mujer araña» (1976). Los jóvenes, emocionados, le pidieron a Fanny que hablara, y ella, sorprendida, atinó a decir que los invitaba a comprar sus libros, y le respondieron con sonora silbatina; en tanto, Rulfo permanecía imperturbable. “¡Eso hay que escribirlo, Donaldo!”, porfiaba Rodrigo. Para nada le interesaron ni Puig ni Fanny, su deslumbramiento era el singular silencio de Rulfo.

La escritora argentina Reina Roffé publicó, en 2003 (Ed. Espasa/Biografías), «Juan Rulfo / Las mañas del zorro» (301 pp.). Hay allí un párrafo que funge de reseña biográfica. Por lo que revela y por el interés que seguramente despertará en Rodrigo y en los lectores de Rulfo, me permito transcribir: «…nace en una época violenta, su padre es asesinado y poco después queda huérfano de madre; pasa algunos años en el orfanato, donde padece todo tipo de calamidades […] el niño no conoce otra cosa que la pérdida, el aislamiento y la soledad […] se refugia en la lectura… su suerte está echada: el muchachito crecerá en la tristeza […] Luego se presentará siempre como un hombre incomunicado, solitario, ajeno a los centros de poder cultural, modesto y asustado de la fama que le depararon sus dos libros: “El llano en llamas” (1953) y “Pedro Páramo” (1955)».

Y volviendo a la piedra y al plagio de lo contado, un comentario del mismo Rulfo pone a Valencia Quijano ante su propia realidad de artista del pincel y la pluma: «El escritor no desea comunicarse, sino que quiere explicarse a sí mismo, …y convertir en relato la experiencia de lo que nos ha sido comunicado». Es más, Rodrigo podría decir con Rulfo: “Somos mentirosos; todo escritor que crea es un mentiroso, la literatura es mentira, pero de esa mentira sale una recreación de la realidad”.

En suma, caro amigo y lectores, el mundo fue extraño para Juan Rulfo, como él lo fue para el mundo. De su esencia vital y creativa nos quedó el silencio, en los monólogos de ‘Pedro Páramo’.

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