Sus desmerecidos atuendos de sarga, la roída peineta ceñida al mustio pelambre y el relámpago triste de su mirada, son perfecta analogía de un clausurado imperio. Así, reclinada en su lecho, la musa de los bellos cantos mide en desgarrada balanza el paso innoble del minuto que transcurre, mientras el eco de su risa asmática se confunde con el lúgubre crujido de un molino en la troja. Por los caballetes, con una brizna de hierba en el pico, canta una errante palguarata, y se oye a lo lejos el suave murmullo de los pichones abandonados en el nido.
Entonces, en las hirientes alas de esa nostalgia, me llega la metáfora: Joselina, es revoloteo de ave herida, soledad en reposo y nido deshecho.
HISTORIA DE UN AMOR FALLIDO
Con quebrado acento, Hugo Rodolfo, su único hijo, relata los tormentos padecidos por su madre a la sazón de un diagnóstico incurable, las crueldades de la gastrostomía y los efectos graduales de su demencia senil. “Mi mamá está ahí—acota enternecido—a la buena de Dios” Luego, procurando emotivas y prósperas reacciones, hacemos sonar a sus oídos el tema musical que nos embarga. “Oye Joselina Daza, lo que dice mi acordeón” Y entonces la vemos emerger de sus más recónditos pantanos, con un suspiro triunfal entre sus labios y el agónico aleteo de los brazos que luego yacen sobre el pecho, como un cristo ilusorio, compungido y mortal.
Mientras tanto, la rústica mesita de pino con sus cuatro vasijas de peltre, el velador anacrónico con su delirio de amores y de sombras, la radio elemental en su vaga frecuencia interrumpida y el agobiado caminador que en vano espera el paso siguiente, es el ruin inventario que la acompaña. Las pocas palabras que balbucea, como el bramido triste de un navío, se funden en la tibia densidad del aposento.
LA LLEGADA DE ALEJO A PATILLAL
A finales de los sesenta, cuando por vez primera llegó Alejandro Durán a Patillal, Joselina era una mozuela de espíritu libre, con su estampa de emperatriz criolla y sus irresistibles ojos de esmeralda. Luego de cursar un difícil año, de esfuerzos y privaciones en el colegio de la Presentación de Santa Marta, se proponía disfrutar plenamente las vacaciones en su pueblo. El artista, convocado por el célebre folclorista Víctor Julio Hinojosa, no tenía entonces otra misión que seducir con la doméstica cadencia de sus bajos y su magnífica ‘nota pesarada’.
Era el verdadero juglar del campo, el de la cachucha bacana y un pedazo de acordeón. Aunque no lo rodeaban las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia, su simple figura de idílico montaraz instaba a los romances y cantos de vaquería, a la bohemia y al verso.
En aquella ocasión, al desplegar los delirantes fuelles y deslizar sus rudimentarias manos sobre el teclado, pareció enmudecer en los montes la trova de los grillos, despertaron los pájaros en sus frondosas guaridas y una romería extasiada arribó a la tradicional estancia de Icha, a regocijarse en los sones del mítico trovador de El Paso. Esa noche, acicalada en sus espléndidos vestidos con hilos de seda y gentiles bordados, asistió también la bella Joselina, a provocar sin quererlo una gran pena al corazón de un bardo, pero también, como contrapartida, a inspirar uno de los cantos más populares del género vallenato:
VERSOS
“En el pueblo e’ Patillal
Tengo el corazón sembrado
Y no lo he podido arrancar
¡Ay! tanto como he batallado”
Aunque sus aciertos semánticos y cordura métrica conmovieron la crítica vallenata, jamás pudieron doblegar los sentimientos de su musa. Por tanto, a la medida de su elaboración y al tiempo en que sus galantes intentos eran reprobados, los versos y el alma se iban embriagando con el vino amargo de la desilusión. Pese a la mediación de Víctor Julio, de los tantos recados y tantos consejos amorosos prodigados a Joselina, ella jamás quiso corresponder.
De manera que quienes auguraron con sarcasmo que a la hija de Franca se la llevaría ‘El Negro’ en el 039, obtuvieron una fulminante prueba de austeridad, debido a que no hubo poder sobre la tierra, ni ofrecimientos suntuosos ni fabulosas promesas de enamorado que ablandaran el corazón de aquella altiva soberana de pueblo.
EL DESENGAÑO AMOROSO
Una tarde de abril en que el acordeonero, sostenido en un último hilo de esperanza y con una ofrenda de amor en las manos, llegó suplicante a su morada, fue arrasado al rigor de la sentencia: ¡No jodas más, que ya mi corazón tiene dueño”, refutó la patillalera! Y el legendario intérprete de Sielva María tuvo que ir con sus sones por otros lares, dilapidando sus clamores y ensueños por cada uno de los rincones y verbenas del viejo Magdalena Grande:
VERSOS
“Esto sí me ha dado duro
Yo tengo una honda herida
Y le diré a Víctor Julio
Que me cuide a Joselina”
Pero, aún con sus exiguas ilusiones, el monarca del acordeón siguió yendo a Patillal. De la flamante camioneta Ford de su compadre Víctor Julio, cada diciembre un pueblo amotinado lo veía descender con su instrumento al tercio, su almidonada camisa de lino crudo y su típico sombrero vueltiao.
La solariega vivienda de ‘Icha’ Corzo, con su surtido estanco y sus corredores de horcones y teja, fue la eterna posada del trovador cuyos sones de pastoril ingenio y picarescas celestiales, buscaban sin suerte cautivar la musa que ya había comprometido el corazón con algún amante de la realeza vallenata. Allí, meciéndose en el primitivo chinchorro de fique bajo la idílica luna que acariciaba los rosales nocturnos, un soñador rasgaba los pitos y bajos del instrumento, meditando los últimos versos de su romántica elegía, mientras la doncella inspiradora rondaba impasiblemente, como una diosa coronada, los febriles jardines de su adolescencia.
CARTAS DE AMOR
Desde entonces, revolviéndose en la huraña e inclemente realidad de los años y del amor relegado, desde su pueblo natal, las cartas de ingenua caligrafía de Alejo llegaban periódicamente a manos de su entrañable Víctor Julio. Además de concertar una cita para el próximo encuentro musical, en algunas de sus líneas había siempre una cortesía para su comadre Ana Luisa, o un encargo muy sensible, apremiante y confidencial: “Cuídeme a Joselina, compadre”
A pesar de que su generoso amigo de parrandas quiso ser consecuente con sus requerimientos, cualquier día tuvo que manifestarle que Joselina ya no tendría lugar para él, que sus recados eran denegados y que, por lo mismo, le sugería declinar sus pretensiones. Pero, el juglar de El Paso, un labriego raso y aguerrido que guardaba en sus entrañas la fuerza del arado y la certidumbre de las buenas primaveras, jamás renunció a su apuesta hasta el infausto 15 de noviembre de 1989 en que su noble corazón se detuvo, dándole tránsito a una de las más auténticas leyendas del vallenato.
Sin embargo, ahí no termina aquella fantástica historia de amor. Es muy cierto que los sentimientos del alma trascienden las dimensiones de lo real y lo incorpóreo, de lo sublime y lo terrenal. Cuentan algunos en el pueblo que, en las oscuras noches de octubre, como un remoto alarido de ultratumba, se percibe el lírico lamento de un cantor martirizado. Dicen que es el fantasma de un vagabundo y viejo juglar, quien después de recorrer los jardines del patio y llamar con sorda insistencia a la puerta que no se abrirá jamás, torna triste y pensativo por la senda indescifrable de la inmensidad secreta, con sus formidables alas de ángel y un pedazo de acordeón…
POR FERNANDO DAZA/ESPECIAL PARA EL PILÓN