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José María Maestre, el patriarca del verso

´Pacha’ Martínez, Fernando Daza y José María Maestre.

Tantos años después, vuelvo a esta casa. Sus corredores, fatigados de aromas y nostalgias, anticipan la mística soledad de los aposentos. Entre macetas florales, juguetea una mariposa que sorbe el néctar y sale a ocultar sus liviandades en la fronda de los naranjos. 

La tarde agoniza sobre los pinos. Un taciturno destello, cernido entre el follaje de las palmeras, proyecta sobre el césped la efímera y escuálida silueta de un Sagrado Corazón de Jesús y en danzante sobrevuelo exhorta la mirla la lírica orfandad de una rosa.  

Al abrir la puerta el mayordomo, asisto al ámbito adormecido de la estancia. Percibo el rastro del mobiliario triste, que emana balsámicos aromas y un inescrutable suspiro gótico. El hombre que me mira desde el retrato, con su ambigua expresión de almirante, parece presidir las animas y las flores, las luces y las sombras y hasta el tiempo estancado en el dormitorio. Cual un siervo abnegado, con profunda abstracción, me doblego a su majestad. Examino los surcos dormidos en su rostro y la anacrónica sonrisa destemplada, la mustia embriaguez del alma salpicando sus pupilas, los mudos contornos y el crepúsculo febril de sus rizos y la nada infinita disuelta sin remedio en la ignota prisión de un marco fotográfico. 

José María Maestre.

 UNA EVOCACIÓN

Sin dejar de contemplar la imagen entonces pienso en los días felices. Evoco unos cuantos recuerdos que, al fin y al cabo, se tornan tan solitarios como estas viejas cosas que sensiblemente me acechan como pudiera hacerlo un fantasma lóbrego y compasivo. Era un día de abril, quizás. Patillal era un bucólico remanso al despertar, bajo el suspicaz bohemio de la colmena de ‘Jorgito’ que, a pesar de sus festivas algarabías, caían en desconsuelo a veces por la memoria de sus tumbas.  

En vertiginoso aleteo desplegaba el pavo real su plumaje y morían de amor los capullos, gemía la cigarra al viento y hasta un eco florecía en los pastizales y en sublime idilio con la yedra despuntaban los trigales al rocío. 

LA VIDA LITERARIA

En una mañana de aquellas, con sus sobrios aspavientos y dulce templanza, vi aparecer en mi puerta a mi padrino José María Maestre. Me estrechó en un abrazo vigoroso. Me advirtió que su visita obedecía al compromiso ineludible de proferirme algunos consejos literarios y revelarme ciertas confidencias poéticas. 

Una vez solazados en los sillones del corredor interno, mientras se balanceaba como un prócer del verbo y la mesura, se precipitó a sugerirme no renunciar al camino de las letras, como única alternativa para rehuir la terquedad incorregible del vanguardismo imbécil.  

“No se distraiga, ahijado, en esas vanidades—insistía solemnemente– lo suyo es la poesía” 

Entonces sus ojos, como una lámpara rota, desbordaban sus chorros de pueril embeleso, y yo era luego un marino sin tiempo buscando el ancla perdida y el muelle olvidado, la rima flotante y el verso desnudo, remando sin saberlo entre las esquivas islas del sueño. 

La casa donde se dieron charlas cargadas de literaturas.

De aquella fascinante travesía, emergimos dos horas después, cuando un alborotado aleteo de palomas en los almendros, nos devolvió a la vida real. Habíamos meditado sobre la estupenda realidad semántica de los poemas homéricos, el lúgubre romanticismo de Quevedo y García Lorca, de Barba Jacob y Julio Flórez. Pero finalmente—con un poco de soberbia quizás—terminamos considerando que los nuestros habían sido los mejores rapsodas de la humanidad, puesto que, prescindiendo de complejas fórmulas académicas, habían logrado erigir casas en el aire, sostenidas entre nubes rosadas, por los ángeles cautivantes de la inspiración.   

Al despedirse, puso en mis manos una colección de libros que pidió leer intensamente. Repasé con urgencia las presentaciones de cada uno. La mayoría eran manuales de escrituras y antologías de poetas universales. Al reverso de alguna página rasgada, en su frenética y particular caligrafía, se escurría aún con recóndito celo el pulso vehemente de Rafael Escalona: “Chema, creo que tú me conoces, creo que contigo se puede hablar para que Jaime Molina, sin estar presente, pueda estar con nosotros” 

“ESCRIBA AHIJADO”

En la noche del día siguiente, conforme a su petición, fui a dormir a su residencia. La habitación que para mí dispuso era, según mis idílicas asociaciones, semejante a un oratorio medieval, con sus cristos dormidos en la pared y las esquivas arpas del viento desbordando sus ecos tristes, la exigua ornamentación en bronce y las repisas huérfanas bajo sus tapetes de hule y el perpetuo aleteo de los insectos en la órbita incandescente de la palmatoria. Como un capellán quimérico, lo vi entonces abrir la puerta cuyos goznes emitieron un lúgubre lamento, transitar como un alfil el bruñido ajedrez de mármol y detenerse frente a mi lecho, bajo el pábilo de su auténtico señorío otoñal. Dejando en mis manos un pedazo de papel y una pluma, me dijo confidencialmente: “Escriba, ahijado, escriba. Si le parece, abra la ventana hasta el amanecer, para que mi amigo el colibrí llegue a saludarlo” Así lo hice, pero, aunque durante toda la noche perseguí figuras en el aire y soledades irresolubles, enigmas, espectros y amores que no existían, me fue imposible concebir sobre el blanco papel una sola línea que pudiera justificar el cometido. 

De manera que, a la mañana siguiente, cuando percibí los moderados pero insistentes toques en la puerta, hubiera querido escabullirme como un pájaro por las alambreras y reaparecer en el instante de otro tiempo o de otra vida, pero finalmente en la misma habitación, en las mismas circunstancias y frente a él, con el poema terminado. 

“Ni un solo verso, padrino”, le dije en una voz que sospeché tan remota y lánguida, como la de un penitente en el reclinatorio. Sin embargo, en contra de mis pronósticos, me abordó con una sonrisa tan cálida y franca, deslizándome unas palabras tan blandas y oportunas, como arrancadas del más piadoso manual cristiano.   

“El verso espera, ahijado, mientras llega el colibrí” —dijo. Y volviendo a la puerta, con la misma expresión serena, concluyó: “Solo hay que ser paciente” Entonces, descubrí el alcance de su metáfora, recitando en voz baja alguna de sus estrofas:   

“La ventana está libre de cortinas

Para que pases cuando quieras, colibrí

A saludarme con la misma confianza

Como anteriormente sin temor lo hacías” 

El desayuno, una exquisita y típica receta que nada pudiera ostentar a los fastuosos banquetes reales, nos reunió en el comedor. Éramos los tres. A la diestra, mi padrino, con sus magníficas reivindicaciones poéticas. Mi madrina ‘Pacha’, al frente, con sus excelsos dones de anfitriona y su sonrisa maternal, pastoreando el rebaño invisible de la cordura. Yo, como pudiera sentirse cualquier huésped, al amparo de una corte celestial. Mediante un coloquio apacible, intervenido apenas por el alboroto de las aves o el crujido de los cubiertos en la vajilla, emprendimos un fabuloso viaje al pasado. 

Así nos encontramos con el ánima benévola del Blanco Tián y el delirante poemario de Ángel Silva, con las lunáticas premoniciones de la Agüela y Villo Gutiérrez y el legendario pescador cuyo amor y bohío arrasó alguna vez la creciente del Cesar.  

LA ACTUALIDAD

Ahora que he vuelto, veinte años después, puedo comprobar que hasta la nostalgia envejece. En su compleja laxitud desciñe la bruma al muro su cruel enredadera, y súbitamente desmaya un lirio bajo un imperio de sombras y de ortigas. A la vuelta de la esquina, pasa un entierro. Encerradas en su luto riguroso, dos jadeantes mujeres quisieran renunciar a su último hálito de vida. Pero, el muerto avanza impasiblemente, obstinado en su minúsculo aposento, sin luces ni cortinas, con un poco de amor embalsamado, el estúpido maquillaje y un halo mortal.

Un nudo en la garganta, en el alma, reprime el colorido impulso de mis líneas. Vuelvo a contemplar cada cosa que sigo juzgando de una solemnidad tan bella como inaudita, a pesar de cuanto acecho me trae ese terrible alarido que despedazado en ecos arrastra el cortejo fúnebre. Buscando una apremiante solución a mis congojas, concibo deliberadamente que desde algún recodo del cielo he visto pasar la muerte, como seguramente debió advertirla tantas veces el patriarca del verso, desde este vertiginoso lugar en que, como furtivo exorcismo, serpentea en los matorrales el cierzo. 

Interrogo las azucenas, la nívea estatua de yeso con su aureola invisible y entonces, terriblemente solo en medio de estas cosas, me dispongo a escribir el eterno poema fallido, mientras deliro que tantos años después, entre los mágicos lienzos de una ventana y tras las ínfimas huellas de un poeta, herido, sin amor y sin rumbo, juguetea un colibrí…

POR: FERNANDO DAZA/ESPECIAL PARA EL PILÓN

Categories: Crónica
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