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José Gregorio, a un paso de la canonización

La primera vez que observé a José Gregorio, a quien el papa acaba de ordenar su canonización, atravesaba silencioso la plaza de este pueblo. Lo hacía bajo el cielo brillante de las diez de la mañana y sin ampararse con las sombras espesas de los matarratones de la plaza. Y sin saber que era él, lo vi entrar a la casa del turco Cure. Entonces, como arrastrado por un magnetismo, me encaminé hacia allá.

Lo encontré sentado debajo de la media luna que divide la sala del comedor de la vivienda. Él lucía imperturbable y absorto. Mientras que el resto de las personas que estaban en la casa, silenciosos, rodeaban un altar engalanado con flores de coral.

De pronto se puso de pie y, dirigiéndose hacia la ventana desde donde lo observaba, pronunció mi nombre. Ramiro, y señaló: ¡Te estaba esperando!

Entonces, tras mirarlo, comprendí que era el médico venezolano al que sus seguidores, con fe, le han acreditado muchos milagros. Lo supe por su rostro y forma de vestir, que era igual a la imagen suya que tenía mamá en una lámina fotográfica enmarcada.

Entonces sentí temor, quise gritar, pero mi voz se ahogó en las intenciones de hacerlo. Procuré correr, pero no tuve fuerzas. Busqué el amparo de mi madre; sin embargo, pese a todos los esfuerzos por llamarla, resultó imposible pronunciar la palabra ¡mamá!

En la mañana, al despertar, miré hacia la mesa donde reposaban los bustos, estatuas y estampas de algunos santos de los que mamá era devota. Lugar donde estaba el cuadro de José Gregorio Hernández. Y observándolo, entendí que la historia con él apenas comenzaba. Por eso, mientras caminaba para el colegio donde cursaba mi primer año de bachillerato, supe que ese mismo día lo vería.

Nadie más sabía que sucedería: ¿para qué?, si no me creerían que el doctor José Gregorio Hernández mandaría a buscarme para que lo acompañara en un viaje por su universo.

Cuando mandó por mí, lo encontré de pie; vestía un traje para hombres color azul rey, camisa blanca, corbata azul oscura con franjas verticales blancas. La punta del pañuelo hacía un detallado triángulo en el bolsillo de pecho del saco. Mientras que cubría su cabeza un sombrero de fieltro negro. Además, lucía un bigote delineado y dividido en dos marcadas secciones. 

Al verlo, reverente me arrodillé y agaché la cabeza. Después de entregarme una maleta con sus pertenencias relacionadas con el ejercicio de la medicina, nos encaminamos hacia la calle.

Después, anduvimos por el espacio desde donde se veía una culebrilla por la que corría un río. Y guiándonos a través de ese sendero, viajamos hasta llegar a una casa de paredes blancas y de techo de palma construida sobre la falda de una loma de color amarillo y poblada de árboles de trupillo.

Dentro de la vivienda atendió a una mujer que estaba acostada sobre una cama de lienzo. La auscultó y después extrajo del maletín médico un recipiente color crema. Lo destapó y, tras meter la punta de los dedos en él, restregó la untura de la pomada en las rodillas de ella. Una vez terminó de frotarlas, fueron apareciendo inflamaciones de las que pacientemente extrajo alfileres. Fueron treinta los que lanzó en una riñonera. Después se lavó las manos en un aguamanil que estaba colocado en una mesa cerca de la cama.

A José Gregorio lo volví a ver una mañana en la habitación principal de la casa de las Mendoza Ramos. Fue a través de su imagen replicada en una pequeña estatua que los presentes gozosos veneraban, especialmente quienes esperaban que el doctor los interviniera quirúrgicamente.

Los que permanecían en ese lugar aseguraban que él estaba presente debido a que su figura se reflejaba en el agua depositada en un vaso de cristal ubicado al lado de la estatuilla.

Pero pese a lo que ellos decían, José Gregorio no había llegado, porque de estar ahí me hubiera entregado su maletín de médico y yo hubiera sido testigo de otro milagro.

Por: Álvaro Rojano Osorio.

Categories: Opinión
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