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Jean Lafitte, bucanero, pirata y corsario

Un borrico con la carga de una piqueta, dos palas y un candil de aceite cuyo dueño era un gambusino que buscaba minas, estaba con el ronzal atado a un tocón, una tarde de noviembre de 1815, frente al Potro Rojo, concurrida taberna de Nueva Orleans. Su dueño, con una barba de meses y la camisa raída de puños le daba la apariencia cansina del fracaso. Una sonrisa burlona, sin embargo, dibujaban sus labios mientras leía un bando escrito en un cartel fijado en la esquina de una casa, frente a la taberna. El letrero decía: “Quinientos dólares de recompensa se pagarán a quien entregue a Jean Lafitte, reclamado por la justicia”. Tal aviso lo firmaba William Clairborne, gobernador de Luisiana.

Nadie reconocía al vagabundo que buscaba yacimientos de oro, y si alguno lo hizo, el buen nombre entre la gente del común de ese puerto que tenía el pirata Lafitte, lo hacía inmune a la delación. Era uno de sus favoritos disfraces con lo cual él, que amaba la aventura, en persona espiaba todo lo que se comentaba en el delta del rio Mississippi, ventana abierta hacia los puertos del Caribe.

Tres días después apareció en las esquinas de Nueva Orleans un nuevo pasquín que recompensaba con 1.500 dólares, tres veces más de lo ofrecido por el gobernador, para quien capturara al llamado William Clairborne y lo entregara en Grande Isle, la madriguera de los piratas. Tal cartel estaba firmado por Jean Lafitte, ‘el rey de Barataria’.

Hasta allí, en la bahía de ese nombre, los piratas conducían los buques que apresaban en sus raterías, de preferencia españoles, ingleses y, cuando se les pasaba la mano, uno que otro norteamericano.

Como todo bandido del mar, la vida de Lafitte es una novela. Frederich March en 1938, y después Anthony Quin en 1958, lo interpretan en sendos filmes llamados ‘El Bucanero’. El poeta inglés Lord Byron le dedicó algunos versos en su época e Isabel Allende se ocupa de esta figura en sus novelas.

Lafitte había nacido en Francia, en Biarritz, población de los vascos, a escasa distancia de Los Pirineos, las montañas altas que marcan fronteras con España. Su madre era una judía española, de los sefarditas, cuya familia llegó a Francia en escape de los hombres de la Santa Hermandad, escuadrones a caballo que perseguían con todas las brutalidades a los de sangre hebrea no conversos a la fe católica, por considerarlos herejes, y que actuaban con el patrocinio de la Santa Inquisición española o Tribunal del Santo Oficio regido por los intolerantes frailes dominicos.

Jean Lafitte, a los trece años, se fugó del hogar como sirviente de un bergantín que transportaba mercaderías a Las Antillas. Años después se casa con Cristina Levín, de familia judía danesa. En los mares caribes encontró una manera de hacerse rico sin mayores riesgos. Con una cuadrilla que jineteaba potros, rastreaba reses cimarronas en los montes, que se habían multiplicado con el paso de los años, sin dueños, en una parte de La Española (Haití y Santo Domingo) en los tiempos en que los colonos de allí arrearon sus ganados a otra parte de la isla, en las viejas épocas del rey Felipe II, cuando este lo dispuso así, ante la queja del arzobispo de Santo Domingo, porque barcos holandeses e ingleses, con tripulantes de credo protestante, recalaban para la compra de carne cecina y hartar sus barriles de agua dulce durante sus travesías marinas. Según tal prelado, el trato con herejes era una amenaza para la pureza de la fe vaticana. Lafitte, y otros jefes más, sacrificaban a tiros con carabinas de chispa los ganados bravíos, cuyas carnes las ahumaban en fogatas en la playa, lo que los indios taínos de allí llamaban “boukan” de donde vino la palabra bucanero, que por su roce de vecindario y tratos de comercio con los piratas de la Isla Tortuga, se asimilaron los dos vocablos con un mismo significado.

Cuando se extinguieron las reses montaraces, el bucanero Lafitte, con un buen caudal de doblones de oro, se volvió pirata. Compró navíos a los que les acondicionó troneras para cañones e hizo cambiar los aparejos de la arboladura y del velamen, haciéndolos más ligeros y veloces que los pesados buques mercantes. Ya como pirata o filibustero (del francés “filibo” que a su vez la tomó del inglés “fly boat” o navío volador), se puso en guerra contra todos los barcos del mundo que pillaba en sus rutas oceánicas. Sin patria, ni ley ni rey donde sólo la voluntad de sus feroces capitanes era la norma a obedecer. Sin embargo, la costumbre había hecho todo un código de honor llamado “el chaisse partie”, aplicado con rigor entre los “hermanos de la costa”, como se hacían llamar, que estipulaba un porcentaje del botín de los asaltos a puertos y de abordajes a embarcaciones, para el pago a los piratas que resultaren mutilados, a sus viudas y huérfanos en tales incursiones de raterías. En la Isla Tortuga, en Petit Guave (Haití) y en Port Royal (Jamaica), tenían su nido estos facinerosos. Esta última base quedó sepultada por el mar una noche de apocalíptico maremoto.

En la segunda década del siglo XIX hay conmoción emancipadora. Las ideas de los enciclopedistas franceses y la independencia de los Estados Unidos convulsionan la tranquilidad colonial. Llegan los primeros levantamientos armados y los gobiernos criollos de las nuevas repúblicas. Jean Lafitte odia todo lo que huela a español y a sus reyes despóticos, entonces, así como Luis Brión, Luis Perú de la Croix, Luis Aury, Beluche y otros, puso su flotilla al servicio de tales gobiernos para desvertebrar el comercio hispano robando sus buques. El propósito del pillaje se cambió con el móvil ético del patriotismo, asimilándolos a guerrilleros del mar. Entonces se volvieron corsarios.

Tan marcada era la diferencia moral entre piratas y corsarios desde siglos atrás, que Francis Drake fue armado caballero con el título de Sir por la reina de Inglaterra, entonces en guerra con España, y cuando sus hombres asaltaron a Cartagena en 1586, en la casa de Fernández de Bustos, el gobernador español de allí se encontró una carta donde le prevenían del asalto del “pirata” Drake. Esto encabritó el mal ánimo de este, que ordenó tirar un culebrinazo sobre la Catedral, arruinando una de sus naves internas, por ese trato deshonroso que le habían dado. Henry Morgan, también inglés, armado caballero por el Rey Carlos III, hacía sus rapiñas a nombre de su nación con asiento de sus buques en nuestras islas de San Andrés y Providencia, antes de que su majestad británica lo designara como gobernador de Jamaica. Lo mismo sucedió con Walter Raleigh, marino, escritor y político que asaltó a Cumaná, Río de Hacha, Santa Marta, y después fue nombrado por su rey gobernador de la Isla de Jersey.

Jean Lafitte, para 1812, tenía patente de corso que le había otorgado el presidente de la República de Cartagena, Manuel Rodríguez Torices y Quiroz, y en el mástil mayor de sus navíos ondeaba la cuadrilonga bandera de allí. Para 1822, sobre el buque insignia de su armada llamado General Santander, tremolaba al viento el pabellón tricolor de La Gran Colombia como corsario al servicio de ella.

Pero retrocedamos la historia. En 1803 Napoleón Bonaparte, emperador francés, vendió la Luisiana, colonia de Francia, al presidente norteamericano Thomas Jefferson, territorios inmensos donde Lafitte instaló sus campamentos en Barataria, una bahía rodeada de pantanos arriba del Golfo de Méjico e inmediata al mar Caribe. Allí en Nuevo Orleans, con Pierre su hermano, abrió almacén en la Calle Real donde subastaban lo que rapaban en sus raterías por alta mar. Era una especie de bolsa negra pues no se pagaban derechos de aduanas y se negociaba a precios baratos sin preguntas sobre el origen de las armas, la pólvora, los terciopelos, licores, la plata y las joyas. En 1808 el Gobierno norteamericano prohibió el tráfico de negros africanos, pero Lafitte y su hermano hacían negocios en “ébano”. Asaltaban los buques negreros que iban a las colonias españolas y vendían a los esclavos a un dólar la libra. El costo entonces era de 200 dólares en promedio por cabeza, frente a 600 o 1.000 que valían cuando era lícita la trata negrera.

En Barataria, Jean Lafitte era dueño de más de 50 navíos y jefe supremo de más de 1.000 aventureros, contrabandistas, comerciantes en quiebra, fugados por deudas, penados a patíbulo, caballeros venidos a menos y agentes de las nacientes repúblicas de América.

La vida era grata en Barataria con la abundancia pillada en el mar. De vez en cuando el distante gobierno de Washington, la capital, enviaba patrullas para reprimir el contrabando y la venta de negros, entonces Lafitte los apresaba, los atendía a cuerpo de rey y los devolvía rebosantes de obsequios. Pero a aquella banda fuera de la ley, le cambió la suerte cuando Estados Unidos e Inglaterra se trenzaron en guerra en 1812. El bloqueo naval de los británicos era un lazo corredizo que apretaba los puertos norteamericanos sobre el Atlántico.

Para esa época el buque Sophia, navío inglés, fondeó en el estuario del río Mississippi y el capitán Lockyer bajó a tierra con la propuesta a Lafitte de unir sus fuerzas a ellos y la promesa que el rey le compensaría su alianza dándoles navíos y tierras en Luisiana. Si rechazaba tal propuesta, los británicos lo echarían de allí a cañonazos. Sin perder tiempo Lafitte le dio aviso al gobernador Clairborne del plan de ataque de los británicos y ofreció sumarse a sus tropas a cambio de una amnistía para sus hombres de Barataria. La respuesta de este fue el bombardeo de sus cañones a la bahía llevándose muchos bienes, incendiándolo todo y poniendo en fuga a los baratianos al interior de sus pantanos. Sin embargo, Nueva Orleans contaba apenas con 700 defensores, escasa artillería y municiones.

Repentinamente se habían dado cuenta de que sir Eduard Pakenham, general de los ingleses, venía con 9.000 veteranos de las guerras napoleónicas en Europa.  La perspectiva era negativa. El general Jackson de las tropas estadounidenses hace una urgente leva. Negros libres, indios chotaw de los pantanos, cazadores y tramperos de Kentucky y de Tennessee vinieron a marchas forzadas a través de las montañas para reforzar a los defensores. Aun así todo era insuficiente. En esas estaba la situación cuando ante Jackson se presentó un hombre alto, bien formado, vestido con uniforme verde y la cabeza cubierta con una piel de nutria. Uno de sus párpados ligeramente caído le daba un aire reflexivo y burlón. Era Lafitte que venía a ponerse sin contraprestación alguna a órdenes de la bandera de las barras y estrellas: “Estamos a su disposición, mis hombres y mis navíos”. Jackson tomó una resolución de instante aceptando sin vacilar.

Nueva Orleans toda se asomó a las ventanas para ver el desfile de los demonios del mar con el ejército estadounidense, camino al combate aquel decisivo 8 de enero de 1815. Los hombres de Lafitte bajaron 366 cañones de sus barcos y los montaron en cureñas con un servicio de 500 artilleros. Tres veces resistieron el asalto de las tropas inglesas. Al final las cornetas de estos tocaron retirada con 2.036 bajas en el campo de batalla, entre ellas el mismísimo sir Eduard. En el parte oficial, Jackson escribió: “No puedo menos que elogiar con calor la forma cómo estos caballeros se portaron con heroísmo defendiendo la patria”. Lafitte fue aceptado en la alta sociedad y bailó valses en la fiesta de la victoria con las damas más linajudas, y fraternizó con Clairborne que le dio el trato de un antiguo compañero de colegio. El presidente Madison decretó la amnistía para los baratianos.

Pero la vida de ciudadanos honorables no estaba a tono con el espíritu de aventuras y pendencia de ellos. Antes de un mes, los buques surcaban los mares y otra vez comenzaron los asaltos. Por fin Inglaterra, España y Estados Unidos se unieron para poner fin a la piratería. Lafitte entonces convierte sus buques piratas a corsarios al servicio del general Agustín Iturbide, militar que bregaba por la independencia de Méjico, antes de proclamarse emperador de allí. De la verga mayor de sus navíos tremolaba ahora el tricolor mejicano. Su teatro de operaciones lo muda a la Isla de Galveston, en una nueva colonia que organizó llamada Campeche. Allí llegó una legión de trotamundos y de mujeres de conducta liviana, pero cada vez se hacía difícil saquear barcos porque los españoles navegaban en convoyes acompañados de galeones atestados de cañones. Los corsarios de Lafitte atacaron naves estadounidenses pese a que fueron varios los capitanes desobedientes que hizo colgar del mástil mayor. Ya había perdido autoridad sobre sus hombres. En 1821, el bergantín Enterprise fondeó en Galveston. El teniente Kearney bajó a tierra para darle aviso a Lafitte que debía evacuar la isla por orden de los Estados Unidos.

Para ese tiempo había perdido la fe en los gobiernos de las nuevas repúblicas de Hispanoamérica porque sus caudillos se trenzaron en peleas intestinas y con voracidad de poder en nada mejoraron la suerte de los de abajo. Quería a su manera hacer un mundo más justo. Escribe al poeta alemán, su amigo, Henrich Heine pidiendo consejo para organizar por su cuenta una sociedad libre e igualitaria en cualquier territorio de América. Este le responde que no sabía nada de eso pero que tiene un conocido judío alemán que es economista y filósofo con ocupación en tales temas. Así entró en contacto con Carlos Marx en Bruselas donde este residía. Una cuantiosa donación en reales de Jean Lafitte sirvió para publicar y expandir en 1848 el Manifiesto Comunista, el libro más leído en el mundo después de la Biblia.

Después de eso, su vida se disipa en la leyenda. Un manuscrito de su puño y letra relata apartes de sus hechos, pidiendo allí que dicho documento fuera publicado 100 años después de su muerte.

Algunos aseguran que sus últimos años los pasó en el puerto de Zdilam Bravo, en Yucatán, y que en la vecina Isla de los Pájaros enterró su tesoro de fábula. Se dijo que allí tuvo una hija, Felipa Cedil, de la cual hay descendientes. Sin embargo, otros más afirman que repartió sus bienes entre los miembros de su banda y con unos cuantos voluntarios izó velas con ruta desconocida para fundar una colonia libre y a su medida de igualdad y justicia. Las lonas blancas de su buque infladas al viento, se fueron deshaciendo en la agonía de una tarde en la lejanía del mar. Nunca más se supo de este último sueño de utopía.

Casa de Campo Las Trinitarias, Minakálwa,  La Mina, Territorio de la Sierra Nevada, julio 5,  2020.

 Por: Rodolfo Ortega Montero

Categories: Crónica
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