Las brisas decembrinas que anunciaban el final del año 1994 llegaban cargadas de nostalgia e hirientes recuerdos para Emilianito Zuleta tras su separación de la espléndida Yesenia Durán, después de casi 12 años de ardiente convivencia.
Él se había refugiado en su apartamento del barrio Novalito, en Valledupar, pero lo estaba matando la soledad y vivía un difícil momento, no obstante tener admiradoras a montón, como es lo natural en un artista de fama y brillante trayectoria.
Los viajes, las casetas, los frecuentes espectáculos siempre vibrantes con Los Hermanos Zuleta en tarima le servían de paliativo, pero, al regresar al Valle, su corazón solitario no tenía los alegres latidos de otras épocas: estaba huérfano de amor.
Lee también: Gusi y Carlos vives estrenan ‘Indira’
Hombre de muchísimos conocidos, pero de pocos amigos de verdad, Emilianito realizaba frecuentes visitas vespertinas a la residencia del ‘Mono’ Daza, padre de ‘Beto’, el compositor, y de la popular Elvirita, donde siempre encontraba una taza de humeante café y un agradable ambiente, prodigado por las gentiles atenciones de doña Graciela Gutiérrez, matrona de ese hogar.
Una tarde, durante su habitual visita, Emilianito se topó en casa de los Daza con la primorosa jovencita Indira Martínez, una vecina que nunca había visto por eso lados.
Era una joven de escasos dieciocho años, rubios cabellos, hermosos ojos, bello rostro y cuerpo de diosa, que lo sacó de súbito de ese marasmo sentimental en que se encontraba.
Ese día la visita se prolongó mucho más que de costumbre, pues Emilianito estaba muy animado y con su característica jocosidad más despierta que nunca. La belleza de Indira lo había impresionado.
A partir de entonces, el visitante, prácticamente, se matriculó donde los Daza: no pelaba de acudir allá un solo día mientras estuviera en Valledupar y la joven siempre estaba presente en esas cálidas reuniones.
El ataque amoroso iniciado por Emiliano no convencía mucho a la sardina, pues pensaba que era una de las tantas bromas que él le hacía constantemente.
No obstante, mucha simpatía afloró entre ellos. Él la enamoraba, pero ella no le cedía mucho terreno, por lo cual se convirtió en obsesión para el hombre del corazón triste, que a menudo soñaba con ella en las noches solitarias de su apartamento del barrio Novalito.
Él constantemente le hablaba de su soledad, de sus depresiones, de su desgano por la vida; le confesó que estaba dispuesto a todo con tal de conseguirla y llegó a jurarle con el corazón en la mano: “si no acepta ser mi novia me mato y cargarás en tu conciencia la culpa de mi suicidio”. Ese día, Indira, conmovida por las palabras de Emilianito, lo aceptó como su novio. Con un tierno beso sellaron su promesa de amor.
Lee también: La vida de los Zuleta va a la pantalla chica
La bola se regó por el barrio y de plano los padres de ella rechazaron esa relación, pues lo veían mucho mayor y juzgaban que, además de ser un hombre casado, tenía un verdadero prontuario de separaciones en su hoja de vida, es decir, era un gallo rejugado para la joven.
Sin embargo, con cierto recelo, terminaron aceptando que él la visitara formalmente en su casa.
Detalles, mil y muchas cosas bonitas florecieron en ese amor lleno de ilusiones y promesas que vivieron a partir de ese momento, pero, constantemente, Emiliano tenía que ausentarse para cumplir con sus compromisos musicales.
Al regresar de una gira por los pueblos de la sabana, en plena carretera y dentro del bus, con la guitarra de Hugues Martínez y el recuerdo de ella en su mente los primeros versos de un conmovedor paseo se escucharon en la bronca voz de Emiliano:
A ti no te da dolor, a ti,
A ti no te da dolor mi vida
De verme así como vivo
Solito y sin un cariño, hambriento de amor
A ti no te han dolor, a ti,
A ti no te da dolor, Indira,
Si eres lo que más me inspira,
Tienes mi alma resentida,
Me robaste el corazón.
Qué tal que me dé un dolor profundo, profundo,
Qué tal que me muera yo solito, solito,
Y tú tan lejos de mí,
Sin saber cómo morí,
Sin saber dónde estoy yo.
En complicidad con su sentimiento enamorado y una botella de Old Parr, al llegar a Valledupar la canción estaba facturada y sólo faltaba estrenarla. Con tal fin, Emilianito organizó una parranda donde su amigo Alcides Morón, en La Paz, y allí recibió Indira el más bonito regalo que le habían hecho en su vida. Furtivas lágrimas de emoción rodaron por sus mejillas y el canto fue rápidamente popularizado y grabado por Los Hermanos Zuleta.
Lee también: ¿Dinastías o familias musicales?
Manejar una relación amorosa con un artista famoso no es fácil para una mujer inexperta y eso le aconteció a Indira. Como toda hembra enamorada, ella era muy celosa, y cuando le tocaba asistir a una caseta o a algún espectáculo donde su novio estuviera actuando la fiesta terminaba en disgusto. La enojaba el asedio que sufría Emiliano por parte de sus admiradoras, a quienes él complacía con autógrafos, con fotos, con afiches y hasta con besitos, lo que a ella la atormentaban y al final le formaba un tremendo berenjenal, que a él le molestaba en extremo.
Eso fue motivo para que le compusiera una nueva canción, que tituló La peleonera, que, con brillantez, cantó Iván Villazón.
Los viajes de Los Hermanos Zuleta eran frecuentes y a veces con largas ausencias que fueron dándole claridad a la joven sobre lo que era tener amores con una estrella de la farándula.
Ella quería retenerlo y no compartirlo, y eso fue complicando las cosas. Por otra parte, sus estudios universitarios de Derecho Internacional no iban bien y Emiliano, ya más equilibrado emocionalmente con este oasis de amor que Dios había puesto en su camino, pensó, sin egoísmo y de manera ecuánime, que quizá dejarla tranquila era lo más conveniente para ella, y así, poco a poco se fue distanciando, no obstante estar enamorado. Por quererla, como todo un caballero y en contra de su corazón, dejó de verla.
Ambos marcharon entonces por sendas distintas, pero hoy son grandes amigos que guardan bonitos recuerdos de ese grandioso amor que juntos compartieron.
Por: JULIO OÑATE MARTÍNEZ / EL PILÓN