La historia está llena de interesantes y también estériles discusiones acerca de la Trinidad. Muchos se han “devanado los sesos” tratando de comprender, argumentar, defender e incluso formular aquello que, “per se”, está por encima de nuestro entendimiento. Yo he participado de algunas de estas acaloradas charlas, con ímpetu apologético, pero con los años he comprendido que, si bien no han sido una completa pérdida de tiempo, no han sido tampoco la mejor manera de aprovecharlo.
La cuestión no es sencilla y es preciso considerar varios elementos: ¿Existe Dios? ¿Quién es? ¿Es posible que se haya manifestado a los hombres? ¿Sus manifestaciones deben ligarse exclusivamente a un pueblo, una religión, una organización? Comprenderá el lector que siquiera intentar responder a estas preguntas y enfrentarse a las implicaciones de las respuestas dadas, es una tarea similar a la de aquél que se puso en camino, con el objetivo de cruzar las montañas, en busca de una salida al mar. Tarde o temprano terminaremos por rendirnos. Así que lo mejor es tratar de encontrar las implicaciones para nuestra vida práctica de cualquiera que sea nuestra posición y refugiarnos en la seguridad de algún macondo.
Yo soy de los que creen que Dios es “Uno y Trino”, que se ha manifestado a través de la historia de muchas maneras, en diversas locaciones y a todos los pueblos; y que, aún aquellos que se encuentran más lejos de las verdades por mí aceptadas, llevan en sí “las semillas del Verbo”.
Así pues, creo que el universo tuvo un origen, que esta inmensidad de la que soy parte pero que por doquier me sobrepasa, no surgió por sí misma de la nada, que la belleza y la perfección no son simples causalidades atribuibles al azar, sino que detrás de las vicisitudes prehistóricas que dieron origen a la materia, la energía, el espacio y el tiempo, y que luego formaron todo lo existente, se encuentra la inteligencia y omnipotencia de un Dios que es mi Padre, aunque yo no siempre sea muy buen hijo.
Creo, además, que por mí, el cielo envió a la tierra un Salvador y que, su muerte en la cruz es la más grande manifestación del amor. Sin importar mis yerros, ni mi obstinación en el mal, está siempre presto a levantarme mientras me mira a los ojos y me dice: “yo no te condeno, vete en paz”. Es el Hijo del Padre que quiso hacerme su hermano y que no se arrepiente de ello, aunque yo innumerables veces haya sido fratricida.
Finalmente, creo que obrar el bien, aunque esté a mi alcance, no depende exclusivamente de mí. Soy, de alguna manera (sin que suene a herejía), el campo de batalla en el que el bien y el mal combaten en una guerra sin cuartel, y me vería perdido en la vorágine de la vida si no contara con el auxilio del “dulce huésped del alma”. Esta divina presencia me anima a practicar el bien y me impulsa a evitar el mal, mientras testifica en mi interior que soy hijo del Padre gracias a la muerte y resurrección del Hijo que me hizo templo de su Santo Espíritu. ¿Qué crees tú? Feliz domingo.