Hace unos días, un amigo de confianza me escribió preguntándome, con cierta preocupación, cuál fue la idea que partió el mundo en dos. Sin dudarlo respondí que el hombre al pensar sobre sí mismo y desarrollar una idea del “yo” como “un otro distinto de la naturaleza y de los demás”, traspasó una línea sin retorno que lo separó del reino animal. Tal vez, esta conciencia de la conciencia es el fruto del árbol prohibido, el de la ciencia del bien y del mal que al comerlo, propició la expulsión del paraíso y nos enfrentó a un mundo hostil, complejo y exigente. La conciencia les permitió a nuestros primeros antepasados, no solo ubicarse en el tiempo-espacio, sino también comprender la dimensión social y empezar a construir una historia de la intelectualidad. Todos los historiadores están de acuerdo en que la historia inicia a la par que la escritura, y antes de que esta apareciera el hombre desarrolló las manifestaciones religiosas y el arte, algo imposible si no existiera una idea del ser. La historia de la intelectualidad está relacionada con la historia de la cultura, y ambas constituyen la dimensión más importante de la existencia humana pues le imprimen carácter y sostienen la sociedad pero son muy frágiles, pueden destruirse o perderse con facilidad, pues necesitan ser trasmitidas de una generación a otra a través del acto de educar. Para Hegel, la historia del hombre es el desarrollo autoconsciente de un espíritu, el Espíritu Absoluto que realmente es el hombre, y que se va dando forma a sí mismo a través de la historia, de la cual es el responsable. Los hechos históricos nos enseñan que el mundo no siempre ha estado como lo conocemos hoy, si no que en algún momento cambiaron y por lo tanto en algún momento pueden cambiar. Somos nosotros quienes decidimos el sentido de ese cambio, por lo tanto, la cultura y la intelectualidad son importantes pues, junto a la conciencia moral, se convierten en la brújula de la humanidad. A este trinomio –cultura, intelectualidad y conciencia- se le unen otros elementos importantes a saber: la libertad, el uso de la razón, la capacidad de amar, la dimensión social, la dimensión espiritual. Estas son las facultades que conforman la noción de Imago Dei propia del pensamiento escolástico. Hoy, todas estas características se ven disminuidas por múltiples razones: la escala de valores invertida, la respuesta constante a la irracionalidad y los instintos que Karl Poper llamó “la llamada de la tribu”, la seducción del placer, el tener y el poder, la indiferencia ante la importancia del conocimiento… Pero no es la primera vez que la humanidad ha estado en crisis. En el medioevo, la cultura europea estuvo en peligro de extinción y las escuelas catedralicias, palatinas y monacales salvaguardaron el conocimiento que luego sirvió de fertilizante para el Renacimiento, el Humanismo moderno y la Ilustración. Necesitamos que la academia y la intelectualidad asuman el reto, de lo contrario continuaremos en lo que Nico Duba llama “el reino de la mediocridad”.