Había sonado la alarma anunciando el cambio de horario, los estudiantes ansiosos temblaban de nervios, mientras sentados en sus pupitres rápidamente repasaban las lecciones de matemática. Era ya casi medio día y aunque el sol brillaba radiante en su esplendor, el salón de clases se tornó oscuro cuando el profesor Plutarco entró a él como siempre con la frente erguida, maletín y regla en mano. Además con su mirada desafiante e inquisidora como sello particular.
En cuestión de minutos Pablo y Andrés estaban frente a sus demás compañeritos respondiendo el examen oral, el uno contra el otro. Andrés sólo acertó en tres ocasiones de las 10 preguntas hechas, mientras que Pablo ninguna falló. Ante cada falla el profesor les daba un fuerte golpe con su regla, llamada “Martín Moreno, saca lo malo y mete lo bueno”. El resultado para uno de ellos había sido desastroso, para el otro más que bueno, óptimo. Quien había perdido, de una recibía su calificación de “Insuficiente” y tenía que escuchar el sermón del profesor cuando les decía sus “profecías de autocumplimiento”: inepto, idiota, enclenque, incapaz, inútil, inservible para las matemáticas. Pablo mientras tanto era elogiado y presentado como el alumno modelo, estrella, lumbrera, digno de exaltar e imitar, lo mejor de lo mejor.
Sin embargo, Pablo se convirtió en un hombre soberbio, engreído y presumido que humillaba a sus compañeros y un experto manipulador de sus padres a quienes manejaba a su antojo. Creció como un hombre frío y calculador, amante del dinero, el lujo y los negocios. Se hizo un gran empresario reconocido a nivel nacional por su flujo de capital, pero tenía fama de evadir impuestos, tratar mal a sus empleados y nunca asumió la responsabilidad social que le correspondía. Tenía un cerebro prodigioso para los negocios, pero un corazón vacío para dar amor a los demás. Cuentan quienes lo conocieron que tuvo tres matrimonios, seis hijos y al final de sus días murió sólo, amargado y lleno de resentimiento en una mansión, aunque sin hogar y familia. Porque sus hijos vivían lejos de él en países del primer mundo. Murió con compañeros, pero sin amigos; rodeado, pero solitario; con los bolsillos llenos de dinero, pero con el corazón vacío de amor.
Mientras tanto Andrés, con esfuerzo y sacrificio pudo superar las burlas y salir adelante. Hizo buenos amigos, cultivó un sano amor propio y una arraigada espiritualidad. Encontró apoyo en sus padres y en la docente Margarita, quien le ayudó en las horas más amargas de su infancia, adolescencia y juventud, promoviéndolo, despertando en él la curiosidad, el asombro, la admiración, el amor al arte y la cultura, la historia y la literatura, aprendió a amar la filosofía sin odiar las matemáticas. Creció sin resentimientos, aprendió a perdonar a quienes de él se burlaban. Decidió años más tarde estudiar Humanidades, se hizo docente y con el pasar del tiempo creó una Fundación para ayudar a los niños con dificultades en el proceso de “enseñanza-aprendizaje”, especialmente en los campos de la física, matemática y química. A través de su “Fundación Educación Integral para la Vida”, promovió también el teatro, la música y la danza, el deporte y la religión sin descuidar el amor por la ciencia, el emprendimiento y la innovación. A ella acudían de manera continua los menos favorecidos de la sociedad.
Andrés llegó a feliz ancianidad rodeado de nietos y al lado de su esposa, murió a los 90 años con el corazón lleno de gratitud y amor, con su rostro radiante, como quien sabe que ha hecho bien la tarea encomendada. En su habitación y lugar de trabajo nunca faltaron las fotos de aquellos dos profesores que marcaron su vida para siempre: Plutarco y Margarita. Del primero aprendió lo que no debía ser ni hacer y de ella, sacó fuerzas para ser mejor persona cada día.
A partir del anterior relato, se infiere que realmente nunca se puede determinar con exactitud el influjo total que ejerce un docente sobre sus estudiantes, ya sea para bien o para mal. En todo caso, es una gran verdad que el mundo necesita caminar hacia un nuevo sistema de Evaluación que privilegie al ser humano que conoce, ama y actúa, más allá de una cifra o de una letra, más allá de la nota y de objetivos cuantitativos que olvidan a la persona en el resto de sus dimensiones.
Por Juan Carlos Mendoza