Aún es posible que despida alguna tibieza el cuerpo sin vida del artista valduparense Martín Elías Díaz, hijo del extinto Diomedes Díaz, que ya reposa en su tierra natal. Estaba en pleno florecer de su carrera como cantante de la música popular vallenata. 26 años era su edad apenas en este breve margen de vida humana. No voy a engrosar el coro de las voces que lamentan el incidente (de transito) aparatoso de su muerte. Tampoco voy a establecer absurdos nexos de causalidad entre Semana Santa y el desafortunado hecho. Menos, claro, voy a lucir de estúpido consumado, vociferando que la razón de su muerte es una factura de cobro que le extendió el destino por ser exponente del estilo de vida disipado, altanero y machista, connatural al Caribe colombiano.
No es el primer deceso por la misma causa en nuestro medio, pero en tratándose de un personaje de la farándula criolla, se disparan y de qué manera, “las alarmas”, las lamentaciones y los sentimientos que deploran la perdida. Y quizás, familiares y amigos no alcanzan a recuperarse del todo, cuando somos “sorprendidos” por otro insuceso (de algún connotado). Porque las víctimas anónimas son cosas de todos los días. Ello es parte de nuestra cotidianidad.
De otra manera, la muerte se ha ganado en nuestra cultura un sitial de honor, pero mellado por su inflación, desciende paradójicamente hasta niveles infra, no como resultado del proceso natural del morir, sino en virtud de la intervención disruptiva de la fuerza y la diversidad de las violencias ya normalizadas, como también a la no previsión frente a lo evitable.
Se hace necesario que desde la dinámica de los procesos culturales y educativos, la sociedad en un accionar sinérgico y de co-responsabilidad, adopte un proyecto que asuma el cuidado y respeto de la vida humana como de primer orden. Este singular imperativo ha de integrarse a la perspectiva en marcha de construcción de la paz en todo el territorio nacional a partir de su concreción regional, que supone re-inventar nuestro Estado con presencia efectiva en todos los rincones.
No de otra manera lograríamos en un proceso de mediana y larga respiración, incorporar actitudes, gestos y relaciones de convivencia óptimos que lleven a la descolonización de nuestra mente respecto de los antivalores introyectados a partir y con la conquista y dominación de la cultura invasora europea sobre las diversas comunidades indígenas y la imposición de la esclavitud de los negros africanos desarraigados e insertos en la formación económica-social del nuevo mundo.
Por lo que la vida encierra de misterio, por lo que tiene de milagro, por lo vulnerable y frágil de ella en cada individuo, por el acumulado de afecto, solidaridad, sacrificio y aprendizaje en sociedad que encierra (ella) en la especie humana, por lo inventiva de su fuerza generadora de tras naturalidad en forma de bienes espirituales, de pensamiento y producción de conocimiento, la vida nuestra tiene una compleja dimensión que desborda todo cálculo, todo valor. Y por tal corresponde que sea altamente valorada; individual y colectivamente cuidada, consentida por cada sujeto, respetada por todos.
Vivir la vida en este nuevo sentido equivale a un bien vivir, contentivo de un saber gozar, de un saber compartir, tanto en el dolor como en la fiesta, sin que para este segundo caso estemos rifando la muerte para truncar vidas concretas; aprendiendo en consecuencia a prever, pre-venir y por tanto evitar lo evitable para que cada vida perdure y, su fin en cada caso particular, sea las más de las veces, obra del morir en tanto proceso natural, de desgaste, de envejecimiento… Al dinero hemos de darle la categoría tan solo de medio para…, jamás un fin en sí mismo, pues ya estaríamos instrumentalizados por éste, por quien terminamos siendo deglutidos.
Ningún ser humano, nuestro hermano, ha de ser tributado a la muerte ni por la violencia, que no hay porque justificarla sea cual sea el medio y sea quien fuere su ejecutor, ni por descuido, ni por euforia o pasión.
¡No nos matemos más! Ni matando al otro, ni matándonos bajo la mampara del incidente de tráfico o de otro tipo. Otra cosa diferente es el evento muy personal de abandonar el escenario de la vida por propia cuenta, atendiendo a criterios expresamente fundados y por profunda convicción, que no es cosa de todos los días.
Por Ramiro del Cristo Medina Pérez
Santiago de Tolú, abril 2017.