Desde la adolescencia se comenzaban a conocer temas más que dolorosos, salvajes. Los profesores de historia nos contaban sobre los grandes conflictos de la humanidad, y nos estremecíamos con los hornos crematorios de Hitler, con la guillotina francesa, con los empalamientos, con la crueldad de Stalin, con los indígenas caribes bebiendo en los cráneos de sus víctimas, en fin, a los que nos atraía la historia buscábamos cómo conocer más sobre esos temas que nos parecían lejanos y a veces productos de una fantasía negra; pero no, era la realidad del hombre con su carga de violencia.
Yo pensé que lo había leído o escuchado todo, desde Caín matando a Abel, hasta una mujer con un collar bomba en Colombia, tema que se ajusta un poco a lo que voy a tratar. La violencia ha sido la reina de todas la eras; la violencia es concomitante con la condición humana, eso es bien sabido.
Uno veía las historias de guerras, de personajes siniestros, como algo horripilante que pasó, pero muchas veces dudamos de que tanta maldad fuera cierta, es más, en estos momentos pensábamos en que habíamos logrado una civilización lejana a esas historias, y decimos con frecuencia, como rechazando la realidad, ‘en pleno siglo XXI, no puede suceder eso´.
Pero existe, dolorosamente existe más grave, más triste, más espeluznante, basta un solo caso, el que personalmente me ha tenido alucinando desde que lo vi en directo, en vivo, por la televisión, la barbarie pululante, el salvajismo, el horror, mil veces el horror: el periodista James Foley, el menor de cinco hermanos que antes de ser periodista se dedicaba a cuidar y ser maestro de personas discapacitadas, arrodillado, inerme, diciendo sus últimas palabras que fueron para su país, Estados Unidos, al que culpó de su tragedia.
No quiero entrar en discusiones sobre si fue así o no, el espacio limita y no soy experta en opinar sobre esos temas, lo único que afirmo es que no existe la mínima excusa para degollar a un hombre frente a millones de espectadores, con tanta sangre fría, ante su familia, sus amigos, sus colegas, ante el mundo entero.
Una imagen que lastima, que duele, que horroriza, sin embargo, he visto gente que no se conmueve, “eso es allá, a lo lejos”; igualito a lo que pensábamos en las clases de historia; ante esta actitud comprobé una vez más que solo los viejos nos sobrecogemos, es mucha la carga de dolor producida por la violencia que llevamos a cuestas, que se nos encoje el alma. La juventud sigue con sus intereses y ve todo así, como dije, lejano, eso es patrimonio de ellos: no amargarse la vida.
Me pregunto: ¿Cómo puede un ser humano acumular tanta sangre fría para decapitar a alguien que lo único que ha hecho es servir? ¡Es el horror, Dios y cómo duele!