Las homilías del sacerdote Enrique Iceda son cátedras de elocuencia poético–religiosa, de fluidez sonora en la narrativa de las parábolas, y de infinitas reflexiones. Una de esas homilías, que todavía es fiesta en mi memoria, fue celebrada hace varios años en homenaje a los periodistas, y por su temática sigue vigente: la misión del ser humano es amar.
La misión del ser humano es amar. Amar la verdad con responsabilidad y decoro. Amar la honestidad, el derecho a la vida, la tolerancia, el diálogo y el deber ineludible de hacer el bien. Amar la paz interior, la fiesta santificada del corazón y proscribir de nuestras manos los protervos instintos de la violencia.
El hombre cuando ama humaniza su conciencia, y sus acciones se desdoblan radiantes como racimos de luz al amanecer, y transparentes como el agua en las fronteras milenarias de la vida y de los sueños. Quien ama siembra respeto y ternura, y recoge cosechas de íntimas delicias. Quien ama y se siente amado no debilita el amor en sus manos con el peso nocivo de las armas ni aleja la esperanza con el filo del odio y la venganza.
El padre, cuando ama, ve las flores de la aurora detenerse en los ojos de sus hijos, y siente que el brillo inocente de esos ojos es como los ojos de los niños inocentes que brillan con la ilusión de vivir y crecer lejos de las acciones de violencia y de terror. La misión de amar es vivir dignificando la vida. La vida es un bien absoluto e inalienable, porque es un valor supremo, es el primero y el centro de todos los valores.
De Dios somos un soplo, y pasajeros efímeros de un viaje terrenal. Nacemos dotados de dones y virtudes. La mayor virtud es el amor, que viene en los colores del viento para tejer la vida y la historia personal. El Señor nos concede la vida para ser felices, para defender nuestros derechos, para compartir las maravillas del universo, para condenar la injusticia, para ser honestos y esperar honestidad de los demás. Vivir haciendo el bien nos fortifica, nos redime de la mezquindad y del prematuro olvido de la muerte.
Quien no ama es un pasajero que siempre se ubica en lugar equivocado. La ceniza prevalece en el desierto de sus sueños, y hasta teme detenerse solo frente al espejo. Huye de la mirada blanca de la luna, de las sonatinas rosadas de la tarde, de la melodía que emerge del idilio de las cuerdas de la guitarra. Huye de los fantasmas de la nostalgia, de la algazara infantil de los recuerdos, su triste aventura es la amenaza y la violencia. Los violentos justifican sus razones en sórdidos dogmas y cicateras doctrinas.
Para encontrar la primavera de la esperanza hay que amar, y amar a plenitud. Que el Todopoderoso nos ilumine a todos para encontrar el abecedario del camino que le permita a Colombia escribir el diálogo de la no violencia, del respeto por la vida y de los acuerdos fundamentales para superar la crisis del país.