Para los romanos, la infamia era un acto de tal perversidad que destruía la honra de quien lo cometiera. Lo mismo de las instituciones cuando sus miembros, en contra de la ley y la moral, cometen crímenes de lesa humanidad, alejados de lo que se espera sea su conducta en una democracia moderna. En esos casos, dichas instituciones ponen en entredicho su reputación y legitimidad ante la ciudadanía.
Las ejecuciones con sevicia -erróneamente llamadas falsos positivos- realizadas en el país por miembros del Ejército Nacional, especialmente entre los años 2002-2008, los protectores de la vida, la libertad y los bienes de la población, envilecen nuestra legítima Fuerza Pública en un grado que no lograron sus peores contrincantes en 60 años de conflicto.
Las guerrillas cometieron crímenes iguales y peores. Se han expuesto ante la JEP. No obstante, eso no los justifica porque el Estado no puede actuar igual que los delincuentes. El Estado no puede delinquir. Las víctimas de esos homicidios no hacían parte de la confrontación armada. No eran guerrilleros, eran civiles inocentes. La mayoría jóvenes desempleados, engañados con triquiñuelas para después asesinarlos y presentarlos como bajas guerrilleras en combate a cambio de incentivos perversos como dinero, viajes o una condecoración.
El Cesar tenía que salir en los primeros lugares en lo que debemos ser los últimos, y los últimos en lo que debemos ser los primeros. El Batallón La Popa está entre las unidades militares que que más asesinatos registran. El 7.3 % de los 6.400 del país.
Pocos han rechazado las atrocidades. El temor a expresar una crítica sigue vivo. No impide pedirle al batallón, como al alto mando, que pida perdón y que prometa que no volverá a ocurrir. El Gobierno nacional y los locales deben, a su vez, rescatar el buen nombre y la dignidad de las víctimas que son de nuestra región. No será un gesto débil de la institución sino de fortaleza frente a hechos que no comprometieron a la mayoría de soldados y oficiales.
Los enemigos no son fieras salvajes que el cazador ha de matar siempre que se le pongan a tiro. La vida humana no puede estar amenazada sino en caso de necesidad, y no para satisfacer pasiones o por el placer de derramar sangre. Lo que excita la indignación pública no es tanto la sangre derramada; no son tanto los estragos inseparables del combate como las manifestaciones de los instintos depravados, de la cobarde villanía que hay en rematar a un herido, en degollar a un prisionero, en robar a un cadáver”, publicó en Barcelona en 1911 el vallenato Vicente Sebastian Mestre en su libro ‘Deontología Militar para las tropas hispanoamericanas’, tratado sobre el derecho de gentes que debe aplicar todo soldado, el que al descubrirlo con emoción el columnista de El Colombiano, Juan José Hoyos, denominó, en sus páginas, hace 10 años, ‘La Cartilla del general Mestre’. (Reproducida en EL PILON el 22 de julio 2019). Dijo Hoyos: “¡Cómo cambian las cosas con el paso de los años!, pienso, repasando la cartilla del general Mestre. Un siglo después, en Colombia, soldados de su Ejército son acusados por la justicia de haber cometido crímenes fuera de combate contra la población civil”.