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“Hasta no ver…”

Luego de los oscuros días en los que los discípulos vieron morir a su Maestro y depositaron su lacerado cuerpo en el sepulcro, siguieron días radiantes por la alegría de la resurrección, pero claramente marcados por el miedo. El Mesías, el hijo del Altísimo había resucitado, ¡Qué bueno y qué alegría! Pero, ¿Qué pasaría si el crucificado fuese un simple mortal, hijo de hombre? ¿Resucitaría de igual manera? Nadie estaba seguro en ese momento ni mucho menos dispuesto a averiguarlo. Así pues, el grupo de los cristianos se reunía con sigilo, a puerta cerrada, con miedo de ser descubiertos y ser tratados de la misma manera que el Nazareno. Estaban felices, tenían esperanza, pero también tenían miedo.

Una tarde se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “Paz a vosotros”. ¡Cuánta necesidad tenemos nosotros de esta paz! No se trata simplemente de la paz que se negocia en el exterior y para la que se deben hacer absurdas concesiones, reconocimientos en contra de la razón y de la evidencia, y olvidar los agravios y los crímenes, las masacres, secuestros, extorsiones y el tráfico de abismales cantidades de droga. Es una paz mucho más profunda, real y que aporta más tranquilidad a los corazones humanos, es la paz que trae la certeza del Amor incondicional de Dios.

Tomás no estaba con los demás cuando se apareció Jesús y, al volver y escuchar lo que decían sus amigos, enfáticamente declaró: “Si no meto mi dedo en el agujero de sus manos y mi mano en la herida de su costado, no creeré”. Es muy fácil juzgar a Tomás, pero que te cuenten que aquél a quien viste crucificado, desfigurado y muerto en la tarde del viernes, se apareció vivo en la tarde del domingo no resulta tan sencillo. Es como que te digan que los lobos malvados que tanto daño han hecho se volvieron palomitas blancas indefensas de la noche a la mañana. Hasta no ver…

Ocho días después, estando Tomás con el grupo, nuevamente apareció Jesús. Luego de su misterioso saludo (“Paz a vosotros”), se dirigió al incrédulo: “Trae tu dedo, aquí están mis manos. Trae tu mano y métela en mi costado”. No creo que Tomás se haya animado a palpar las llagas del Salvador, sino que, avergonzado, de inmediato exclamó: “Señor mío y Dios mío”. Algunos comentaristas, intentándolo reivindicar de alguna manera, hacen énfasis en el reconocimiento que Tomás hace de Jesús como Dios. Lo cierto es que quien al principio fue incrédulo vio al Señor y, en adelante, no volvió a dudar.

Tomás es el reflejo de muchos de nosotros. En nuestra sociedad posmoderna la duda, así como la falta de certezas, ocupa un lugar privilegiado. Y no me refiero simplemente a la duda en el campo religioso. Pero ello no es malo. No hay por qué satanizar un don de Dios. Quien nos hizo capaces de dudar no va a condenarnos ahora por usar rectamente esa capacidad. Antes bien, la duda, adecuadamente afrontada, debe conducirnos a una búsqueda consciente de respuestas, al final de las cuales nos encontraremos no solo con una verdad, sino con la verdad: Jesús.

Tener el coraje de dudar y de buscar respuestas vale muchísimo más que quedarse con las respuestas y razones de los demás, por muy elaboradas y convincentes que parezcan. Personalmente confío más en la fe de los agnósticos que en la de los fanáticos, sin importar a qué confesión religiosa pertenezcan. Pensemos en algo: en adelante la predicación de Tomás debió ser más o menos en estos términos: “Si soy cristiano, si creo en Dios, no es porque otros me lo han dicho, sino porque yo mismo pude verlo”. ¿Cuántos de nosotros podríamos decir lo mismo?

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