“Porque a mis ojos eres de gran estima, eres honorable y yo te he amado…” (Isaías 43,4)
Aquellos que nacimos aquí y quienes de alguna manera hemos procurado cultivar aspectos de la vida espiritual, sabemos lo que significa el haber crecido en un mundo hipócrita, que no reconoce ni elogia; a cambio, nuestro universo vallenato maldice, rechaza y contraviene. Desde pequeños se nos ha dicho que nuestro valor como personas es relativo. No valemos por lo que somos, sino por lo que hacemos. Valemos por lo que logramos o tenemos. Nos olvidamos de la conjugación del verbo ser para relacionar solamente los verbos hacer o tener, con los devastadores efectos negativos que producen en una autoestima frágil y vulnerable hacia la crítica o hacia cualquier tipo de confrontación.
Cuando nos acercamos a Cristo, deberíamos experimentar cambios positivos en esta triste condición humana. Deberíamos descubrir que, somos atesorados y valorados por el Dios Eterno de los cielos. Sin embargo, la realidad puede ser distinta. Muchas veces, seguimos inmersos en ambientes en donde se perpetúa el mensaje de “cuánto haces, cuánto vales”. El activismo es un factor regulador de esa medida que pretende mantenernos en el nivel de aceptación social. La esencia del mensaje sigue siendo el mismo.
Si bien es cierto que como seres sociales debemos darnos a la maravillosa tarea de ayudar a restaurar a los fatigados y quebrantados en medio de este mundo caído, tambien es cierto que, se hace necesario disfrutar de la bendición de ser hijo amado del Altísimo. Necesitamos el testimonio interno del Espíritu que nos dice que somos parte de su familia y que como tales gozamos de privilegios y tesoros que estarían disponibles para todos por el sacrificio de Cristo. Así, nuestro valor no está en lo que hacemos, sino en lo que somos en Cristo. Por eso nuestra sociedad debería estar conformada por comunidades terapéuticas donde todos los dolidos y lastimados tengan la opción de ser restaurados a la imagen del Dios que los creó.
Cuando estemos seguros de nuestra condición de amados, podemos bendecir la vida de otros y reconocer que no son menos bendecidos que nosotros. ¡Qué precioso regalo! Podemos quebrar el hábito de maldecir y menospreciar y comenzar a hablar palabras que bendicen y edifican. Podemos ser instrumentos en las manos de Dios para restaurar y levantar lo que el enemigo ha intentado destruir.
Todos somos susceptibles y vulnerables a palabras que nos hieren y lastiman, ocultémonos bajo la sombra de sus alas para fortalecer nuestro ser interior con la seguridad de ser sus hijos amados y así, hablar también palabras de vida a otros.
Señor, necesitamos que a diario nos hables de lo mucho que nos amas. Úsanos tambien en la restauración de otros, mientras nuestro espíritu se fortalece con la seguridad de ser tus hijos amados y nuestra imagen se va acoplado a la imagen verdadera de tu rostro, Señor. Abrazos y bendiciones.
Por: Valerio Mejía.