Se jugaba la final del mundial de fútbol. Estábamos empatados contra España. El marcador anunciaba 1 a 1. Mi desesperación a cada minuto aumentaba más. El balón rodaba, rodaba y rodaba, pero no se concretaba ninguna jugada que favoreciera la angustia goleadora de nuestro equipo.
Así, entre jugadas infructuosas llegó el minuto 70 y nada. Cerca de los 90 me llegó lo que consideré la última jugada. Dominé el balón, intenté llevarme a uno, llevarme a otro y a otro y lo logré. Llegué al área rival y cuando me disponía a patear ¡pum!, mi pierna traqueó, caí y escuché el pitó del árbitro
¡Penal! ¡Penal! Me levanté, cogí el balón y miré a la portería. Puse el balón en el punto indicado para el cobro. Al sonar el silbato, di unos pasos hacia atrás para coger carrera, me impulsé veloz hacia adelante y patee el balón lo más fuerte que pude. Sentí que el tiempo se devolvía lento y el balón corría, corría, corría hacia adelante hasta que entró en el arco adversario. ¡Ganamos el Mundial¡ ¡Ganamos el Mundial!
Estábamos festejando el triunfo cuando desperté, ahí estaba yo en una cama del hospital sin mis piernas. Un policía de tránsito me recogió y tuvo que pitar muchas veces para detener el tránsito después del accidente. Todo fue un sueño, un accidentado sueño mundialista.
Por: Ray Guao – Colegio Nacional Loperena