Como quien se ve lanzado como balota a una ruleta de casillas rojas y negras, hace unos meses, de repente tuve que enfrentar una situación de la que aún no salgo del todo. Una desgracia coreografiada tipo fichas de dominó, de esas que no se le desean a nadie: Una mañana de angustias al acecho, sonó mi celular para informarme de algo que luego entendí como el inicio del fin de mi vida tal y como la concebía hasta ese momento. Pero lo malo no fue solo eso sino que luego, pasado un buen tiempo ya desde ese suceso y los que prosiguieron casi de inmediato, me parecía que a la vuelta de la esquina más problemas vendrían a atormentarme el alma sin previo aviso, hincando nuevamente sus colmillos envidiosos en mi desprevención hedonista.
Me sentía tan agobiado que agrandaba incluso las insignificancias, al punto de hacerme insoportable momentos que pudieron pasar sin el sufrimiento innecesario que el exceso de atención que les di me produjo. Me justificaba con hipótesis mutiladas y cosidas, hasta crear un Frankenstein filosófico, que analizado hoy no era sino una excusa para no enfrentar mi “miedo a la vida”. “El infierno son los demás”, dijo el reevaluado Sartre, y eso creo que pensaba yo en ese momento, en plena crisis.
Siendo alguien a quien poco o nada le importaba ya el tal Jean Paul ese, terminé por tratar de asumir todo con naturalidad; una naturalidad siniestra y cínica. Esperaba el nuevo problema que acecharía hasta cuando ya fuera tarde para enfrentarlo; incluso en la literatura, en la pintura, en el cine y hasta en la arquitectura encontraba referencias que me guiaban hacia el barranco de la desesperanza. En el abusado blanco del interlineado de las páginas de los libros, en los silencios de la música, sugeridos como una sombra en un cuadro o disfrazado de personaje secundario en una película, se presentaban ante mí, que no sabía si darle a lo cavilado el estatus de realidad o de paranoia, por sentirme agotado de tanto esquivar sablazos emocionales que uno tras otro habían minado casi hasta los cimientos mi confianza en el restablecimiento de la armonía en el universo circundante, embotado de tanto pensar en salidas imposibles a mi laberinto de esos días.
Pero ahora, casi dos años después de esa última ráfaga de eventos desafortunados que enlutaron mi calendario, la inminencia de los problemas que parecían filtrarse como amores platónicos junto a los ruidos parlantes de los carros estacionados en la calle hasta mi cama, ya son cosa del pasado; como diluidos por la lluvia y la brisa de diciembre se han ido derritiendo. Parece que todo era cuestión de tiempo y perspectiva. Tras la muerte está la vida, caminando patas pa’rriba hacia el infinito, y en esa contradicción habita eterno el intelecto, creando la alucinación del pensamiento y la poesía, que nos mantienen vivos, imaginando que existimos.