Mientras la Colombia profunda se debate entre la indignación y la indiferencia por los impuestos al Chocorramo, en las esferas tecnocráticas los economistas de salón discuten con regla y compás los aciertos y desafueros de la primera tributaria del petrismo.
La discusión pública discrimina entre el milímetro y la pulgada y hace volar por los aires desde “papers” de Harvard hasta servilletas anónimas con preocupantes cálculos sobre el crecimiento estatal. De vez en cuando un buen chiste salva la jornada, pero en materia de contención al embate de los políticos no hay mucho que rescatar.
La instrucción universitaria adicta al índice de Gini y los cronistas de coyuntura armados con sus calculadoras de bolsillo nos tienen enfrascados en una discusión de números, en una corraleja de los datos que cumple todas las normas del ICONTEC.
Pero el debate de fondo es conceptual y no de números. El problema, más que las propuestas concretas del petrismo, son sus ideas generales; las cuales se exhiben con orgullo por todas partes y de las que nace un actuar injusto en nombre de la justicia.
Ideas que nos conviene aprender a refutar si queremos poseer verdaderas herramientas de control político y tener algún chance de defender la libertad individual y el patrimonio personal. La demolición intelectual de las bases filosóficas del actual gobierno es la mejor manera de ponerlo en aprietos y es la única estrategia de largo plazo para salir del camino de servidumbre que ya estamos recorriendo junto con Chile y con Argentina.
La primera mala idea es la lucha contra la diferencia. La lucha contra la diferencia requiere de la corrupción del lenguaje para ser exitosa y empieza con un término inventado para corromper el pensamiento. Si uno lo piensa detenidamente hay algo raro en el término “desigual”, pues el verdadero antónimo de igual es diferente.
“Desigual” es un adjetivo tendencioso e innecesario. Parece un asunto menor, pero esta desviación semántica es grave, pues convierte el resultado positivo de un proceso dinámico (la diferencia en productividad) en un atributo negativo de una comparación estática (la desigualdad). O dicho de otro modo: un proceso dinámico que avanza por diferencias es reducido a una comparación estática que condena y sataniza el motor mismo del progreso llamándolo “desigual”.
Este punto es crucial y no hay que ceder un ápice: cuando la creatividad se aplica -bajo condiciones de competencia justa e intensa- al descubrimiento de nuevas maneras de hacer las cosas, la mejor noticia para la sociedad es el descubrimiento de nuevos niveles de productividad.
El estancamiento en la igualdad productiva no tiene ningún sentido y nos hace daño a todos. Es mucho más coherente y sabio celebrar la diferencia, el mérito innovador de hacer las cosas distinto. Comprender esta simple idea hace toda la diferencia, pues quien comprende que la diferencia vía positiva es deseable, atisba con claridad el engaño político de lesionar la formación de capital en nombre de una doctrina igualitaria.
La segunda mala idea es la confusión de libertad con riqueza. Pensar que un pobre no puede ser libre o que un rico no puede ser un esclavo es un error común incluso entre los empresarios más exitosos. A simple vista esta simple confusión no parece importante, pero cuando analizamos sus implicaciones políticas sí lo es. Y es importante justamente porque la libertad es un concepto político, es decir, solo tiene sentido cuando se vive en comunidad, en relación con otros.
A menos de que a Robinson Crusoe lo secuestraran unos pelicanos, este marinero sin barco no tendría un problema de libertad. Crusoe puede tener un enorme problema económico, vivir la pobreza más absoluta en su “triste y desdichada isla”, pero el problema político de libertad solo podría tenerlo si desembarcan unos piratas que deciden enjaularlo.
La libertad no es por lo tanto poseer medios para satisfacer deseos, sino estar libre de coacción por parte de terceros. Un concepto político, no un problema económico.
Cuando aceptamos erróneamente que la libertad es la capacidad de alcanzar los fines deseados no solo caemos en una definición absurda e inalcanzable (la imposibilidad de conquistar a la persona amada sería un problema de libertad), sino que distorsionamos uno de los derroteros más importantes para guiar los objetivos de la ley.
Una falsa definición de libertad (poseer medios para alcanzar fines) envalentona la máquina política para que acabe con la libertad verdadera (ser libre de coacción por parte de terceros).
Esta confusión es una de las principales razones detrás de las tragedias inflacionarias y de deuda pública de países como Argentina o Venezuela, donde la sociedad civil no pudo controlar a los políticos, pues todos pensaban que la emisión y la deuda estaban liberando a los más vulnerables. Si no defendemos con altura y rigor estos dos conceptos (“la diferencia es buena” y “la libertad no es económica”), no tenemos el más mínimo chance de protegernos de la voracidad doctrinaria que saquea en nombre de las buenas intenciones. Necesitamos filosofía, y filosofía de emergencia; no para divertirnos, sino para desnudar a la injusticia disfrazada de justicia y evitar que terminemos convirtiendo a Colombia en un inmenso Gulag. Un Gulag humanitario donde los únicos que ganan son los políticos. Tw: @juanmgiraldor
POR BARRIGA DE SAPO/ESPECIAL PARA EL PILÓN