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El fetiche del crecimiento (I)

El 25 de septiembre de 2009 fue el Día Mundial de la Excelencia, llamado también Día de la Deuda Ecológica, porque en ese día, la humanidad consumió todos los recursos generados por la naturaleza en ese año y empezó a vivir del capital terrestre. Ese año, los seres humanos consumieron un 40 % más de recurso que los que pueden ser generados por los ecosistemas de la Tierra, lo que equivale a decir, que un grupo familiar tuvo más gastos que ingresos y que cubrió la diferencia tomando un préstamo. Dicho de otro modo, necesitamos 1,4 de planetas como la Tierra para poder mantener nuestros niveles de consumo; esto suponiendo que las economías dejaron de crecer.

Pero por supuesto, las economías del mundo van a seguir aumentando, absorbiendo recursos y volcando desechos sin ningún freno en perspectiva, salvo durante las recesiones temporarias. El crecimiento económico sigue siendo fundamental para sacar de la pobreza a la gente de los países en desarrollo, pero en los países ricos, la preocupación por el crecimiento ha sobrepasado largamente su relación con las necesidades y se ha fetichizado.

Cuando fetichizamos un objeto, le estamos atribuyendo poderes mágicos o sobre naturales. El objeto en cuestión protege del mal al poseedor, es investido de poder divino. Los fetiches son habitualmente asociados con pueblos “primitivos”, aunque es difícil diferenciar entre los poderes de un hueso esgrimido por un chamán y los poderes de una cruz consagrada sostenida por un sacerdote. Más concretamente en las sociedades prósperas el valor religioso parece estar investido en el objeto más profano, el crecimiento de la economía, el cual, a nivel individual asume la forma de la acumulación de bienes materiales. Nuestros líderes y comentaristas políticos creen que poseen poderes mágicos capaces de dar respuesta a cada problema. Sólo el crecimiento va a salvar a los pobres. Si es la desigualdad lo que preocupa, una marea en alza levantará todos los botes por igual.

El crecimiento es lo que va a resolver el desempleo. Si queremos mejores escuelas y más hospitales es el crecimiento económico lo que ha de proveerlos. Y si el ambiente físico se degrada, un mayor crecimiento va a generar los medios para restaurarlo. Cualesquiera que sean los problemas sociales, la respuesta es siempre mayor crecimiento.

En otras épocas, las naciones se vanagloriaban de sus grandes logros culturales, del avanzado estado de sus conocimientos o de sus conquistas militares; ahora la medida de una nación es el nivel de su Producto Interno Bruto por habitante que puede ser elevado de una sola manera: con más crecimiento. Un país cuya economía se estanca sufre un golpe a su orgullo nacional. Entre los países más ricos, caer por debajo de los 10 principales en PIB por habitante es motivo de dolorosos análisis de pase de facturas políticas y decisiones para elevar la productividad de modo que la nación pueda levantar cabeza otra vez.

La cifra más importante producida por una entidad gubernamental ocupada de estadísticas es la que mide el crecimiento anual del PIB; ansiosamente esperada y motivo de especulaciones sin fin, su anuncio es recibido con júbilo o consternación. Los mercados reaccionan, la confianza del mundo de los negocios se eleva o se hunde. Si la cifra es buena, el gobierno se regocija; si está por debajo de las expectativas, la oposición disimula su júbilo y adustamente anuncia que el país ha perdido el rumbo.

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